¿La Ley es la Ley? Andrés Rosler entrevistado en tres actos

En mi caso, evito el círculo en la medida en que digan lo que digan las teorías del derecho, todo derecho pretende tener autoridad.

Por Felipe E. Ranke

Lucía Solavagione [i]

Luis Felipe Vergara

Andrés Bernardo Rosler nació un 22 de enero de 1965 en la ciudad de Buenos Aires – Argentina. Su carrera académica se ha ligado a dos instituciones en las cuales se ha desempeñado como alumno y posteriormente como profesor. La primera es la Universidad de Buenos Aires donde obtuvo el título de abogado (1991), desempeñándose actualmente como Profesor de Filosofía del Derecho en la Facultad de Filosofía y Letras. La segunda es la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) donde obtuvo su Maestría en Ciencias Sociales con Mención Ciencia Política (1993), integrando hoy el Comité Académico de la Maestría en Ciencia Política y Sociología. El Prof. Rosler es también investigador del prestigioso Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) de Argentina.

Primer Acto: ¿Para qué teoría del derecho?

Sistemas Sociales: En primer lugar, quisiéramos darle las gracias Profesor Rosler por brindar esta entrevista. Dicho lo anterior, abrimos fuegos con nuestra primera pregunta.

En su último libro La Ley es la Ley vuelve a problematizar el axioma característico del positivismo jurídico: “Siempre hay que respetar la frontera entre el derecho que es y el que debería ser”. Sostiene, además, que el derecho natural no sería incompatible con este axioma, sí el interpretativismo jurídico. ¿Nos podría explicar por qué defiende esta postura? Por otro lado, ¿cómo definiría “interpretación” y cómo cree que esta palabra es utilizada frecuentemente en lo que respecta a la aplicación del derecho?

Andrés Rosler: Hay al menos dos maneras de responder a “por qué” defiendo la postura del libro. La primera apunta directamente a cuáles son los argumentos que conducen a la posición del libro, la segunda se interesa por lo que quiero hacer con esos argumentos y esa posición.

Se puede resumir mi posición del siguiente modo: todo derecho que se precie de ser tal pretende tener autoridad. Es decir, se trate de una constitución, ley o sentencia, tenemos que obedecerla no tanto porque nos parezca bien o estemos de acuerdo con su contenido — aunque tal coincidencia puede ser más que bienvenida — sino fundamentalmente porque tiene autoridad, ya que en gran medida el derecho se dirige principalmente a quienes no están de acuerdo con él. Es por eso que el derecho funciona como un sistema institucional conforme a ciertas reglas, que se remontan a un origen particular.

Por ejemplo, para saber si en un sistema jurídico determinado el aborto es un derecho o un delito, tenemos que consultar el Código Penal de ese sistema y sabemos cuál es el Código Penal porque podemos rastrear su origen hasta la Constitución. En otras palabras, hay un camino del derecho que nos indica cuál es el derecho vigente con independencia de cuál es el resultado que deseamos obtener, pues si el derecho fuera una cuestión de obtener un resultado moral en particular, para eso usaríamos el razonamiento moral “derecho viejo” — si se me permite esta vieja expresión porteña.

Precisamente, la manera alternativa de determinar si el aborto es un delito o si está permitido es detenernos en el aborto en sí mismo y dilucidar cuál es nuestra posición al respecto. Esto es, en lugar de rastrear el camino básicamente formal, regular o institucional del derecho — fuente, autor, ley, juez, damos rienda suelta al razonamiento moral, que por definición no es institucional, no al menos a partir de la modernidad. A partir de Kant, o de la Ilustración en general, no tiene sentido hablar de “instituciones morales”. Se supone que todo juicio moral se basa en la autonomía de los agentes. Es cierto que Kant hablaba del “tribunal de la razón”, pero la sede de dicho tribunal está siempre en los agentes entendidos en términos ideales o contrafácticos, jamás tiene domicilio en el tiempo y en el espacio — hablar de un tribunal “kantiano” de primera instancia, o de apelaciones para el caso, en lo penal, civil, comercial, etc., sería digno de sketch de Monty Python.

El problema, por supuesto, es que incluso personas igualmente autónomas pueden tener desacuerdos razonables, invocar principios diferentes, en este caso respecto al aborto. En mi caso, estoy a favor del derecho al aborto, pero soy consciente de que otras personas se oponen al aborto, y no tengo por qué suponer que eso refleja necesariamente cierta deficiencia moral o racional de su parte — y en todo caso ellos podrían pensar exactamente lo mismo de mí.

De ahí que, si subordináramos la normatividad del derecho al razonamiento moral, estaríamos re-introduciendo el problema para el cual el derecho es la solución. Se supone que el derecho puede ayudarnos con el aborto, por ejemplo, porque para saber si está prohibido o permitido no tenemos que usar el razonamiento moral. De ahí que la separación entre el derecho y la moral se refiera a qué es el derecho, pero a la vez nos ayuda a entender para qué sirve. En la jerga se habla de positivismo conceptual para referirse al primer punto, y positivismo normativo para referirse al segundo (Waldron 2002:239-274). Por supuesto, al entender al derecho en estos términos, corremos el riesgo de que el derecho no nos dé la razón, es decir, que el derecho que es no coincida con el derecho que debería ser. Pero si no estamos dispuestos a correr este riesgo, entonces solo vamos a poner en marcha la acción colectiva en caso de unanimidad, o de coincidencia sustantivas en cuestiones morales, cuando la modernidad se caracteriza por lo que se suele llamar “el hecho del pluralismo”.

Indirectamente ya he empezado a responder el segundo “por qué”, es decir, qué es lo que quiero hacer con el libro. No solo se trata de explicar que el derecho es un sistema institucional de reglas que provienen de un origen particular, sino que además este sistema puede contribuir a resolver de un modo bastante civilizado los desacuerdos constitutivos de las sociedades modernas, particularmente si el sistema institucional en cuestión es democrático. De hecho, la idea misma de la democracia ofrece un argumento extra en defensa de esta manera de entender el derecho, ya que al estipular que el poder legislativo democrático decide cuáles son las reglas jurídicas, eso hace que las ocasionales minorías tengan la esperanza de que su posición se vea reflejada el día de mañana en el derecho vigente. Las mayorías, a su vez, deben ser conscientes de este punto, es decir, de que también son ocasionales.

Yendo a la “interpretación”, y siguiendo con la respuesta a por qué escribí el libro, hoy en día prevalecen las teorías del derecho que atan la normatividad del sistema jurídico a su contenido, es decir, al razonamiento moral, y no a un camino o método que debamos recorrer con independencia de adónde nos lleve. Esto no es precisamente una novedad. Norberto Bobbio ([1961] 2015:83) ya había percibido hace más de 50 años que “formalismo y antiformalismo son las posiciones extremas y siempre recurrentes entre las que oscila el péndulo de la jurisprudencia, como clasicismo y romanticismo en estética, conservadurismo y radicalismo en política”.

El interpretativismo es una corriente muy representativa del clima de época, ya que cree que el derecho debe ser interpretado siempre, esa interpretación debe ser moral y, por lo tanto, los jueces son co-autores del derecho que interpretan. En efecto, según el interpretativismo cada vez que deseamos conocer el derecho vigente tenemos que interpretarlo, incluso en el caso de las leyes de tránsito. Por ejemplo, un semáforo en una esquina. Esto parece ser una broma, pero no lo es. Ronald Dworkin incluye las reglas de tránsito expresamente en Law’s Empire (1986). Aunque pensándolo bien, tal vez Dworkin tenga un punto, al menos en Buenos Aires, ya que a juzgar por el comportamiento de sus habitantes no queda del todo claro si la luz roja significa “avance”, — como durante la Revolución China — o “deténgase”. En otras palabras, para Dworkin tenemos que interpretar el derecho incluso cuando lo entendemos. La pregunta es ¿qué sentido tiene interpretar lo que ya comprendemos? ¿Para qué duplicar la comprensión?

La respuesta es que la idea de “interpretación” del interpretativismo va mucho más allá de la comprensión del significado de las disposiciones jurídicas y a lo que apunta, en última instancia, es a la valoración de las mismas, lo cual es una confusión que puede tener muy serias consecuencias en la aplicación del derecho. Tal vez la célebre tesis XI sobre Feuerbach de Marx sirva para indicar qué es una interpretación. Marx se quejaba de que los filósofos solamente habían interpretado el mundo cuando lo que le interesaba a él era modificarlo. Una interpretación que se precie de ser tal no puede modificar su objeto. Si lo modifica, deja de ser una interpretación para convertirse en un uso del objeto y/o lo que hace es ofrecer un objeto nuevo.

En el caso de los jueces, estos límites conceptuales de la idea misma de interpretación se ven reforzados por consideraciones políticas. En un sistema democrático, los jueces no pueden ejercer tareas legislativas y mucho menos constituyentes, sino que deben seguir las disposiciones que emanan del poder legislativo y/o la Constitución, ya que los verdaderos representantes del pueblo no son los jueces, sino — y pido perdón por lo que solía ser una redundancia — los representantes del pueblo. De ahí que particularmente un sistema democrático no puede darse el lujo de enmascarar la valoración judicial del derecho mediante la idea de interpretación.

Vuelvo al ejemplo del aborto. Si se ha convertido en un derecho, no queremos que sean los jueces los que valoren la ley en cuestión, por ejemplo, apelando a la inconstitucionalidad del aborto. Pero por la misma razón, tampoco podemos consentir que los jueces que están a favor del aborto declaren inconstitucional su eventual prohibición, ya que de ese modo la Constitución se convertiría en un comodín “interpretativo” que puede usar un juez cuando el derecho vigente le cae antipático. Siempre tenemos que ser conscientes de que las mismas cartas que jugamos pueden caer en manos de quienes no piensan como nosotros.

En resumen, sea por razones conceptuales o políticas y parafraseando a Perón, los jueces deben ir “de casa al trabajo y del trabajo a casa”, sin mezclar el razonamiento judicial con el político. Sin duda, alguien podrá decir que esta prescripción es ingenua. Sin embargo, es lo que subyace a cualquier crítica de una sentencia judicial.

SiSo: En la misma línea de la pregunta anterior, ¿excluye necesariamente la defensa de una posición interpretativista el reconocimiento de la autoridad de la ley? ¿Desde un punto de vista epistemológico no tiene más sentido aceptar un interpretativismo con una actitud de tipo originalista?

 A. R.: Dado que el interpretativismo hace girar al derecho alrededor de la respuesta correcta o la que muestra al derecho en su mejor luz, tiene serias dificultades para poder explicar la autoridad del derecho, ya que la corrección de la respuesta no se puede hallar en un conjunto de reglas formales existentes, sino en principios que se definen por su contenido y que muy probablemente no hayan sido reconocidos hasta el momento de su primera aplicación. Un principio puede ser jurídico con independencia de su origen e incluso de su aceptación en el tiempo y en el espacio. Dworkin lo dice muy claramente en Taking Rights Seriously ([1977] 1984): “mientras que el árbitro de ajedrez que decide un caso apelando a una regla de la cual nunca nadie oyó hablar antes probablemente ha de ser despedido o declarado demente, el juez que hace eso probablemente ha de ser celebrado en clases de una facultad de derecho”. Además, salta a la vista que la idea de corrección o de la mejor luz en lugar de resolver el conflicto lo que hacen es alimentarlo. ¿Cuáles son los principios jurídicos correctos para determinar si el aborto es un delito o un derecho?

Además, la idea de que el derecho es una novela en cadena, en la cual los jueces son a la vez lectores y autores de lo que interpretan, tampoco es fácil de reconciliar con la autoridad del derecho. Se supone que cuando estamos en presencia de un caso judicial, la novela ya está escrita y el juez en todo caso debe leerla, no modificarla. Por supuesto, en ocasiones los jueces se abren camino, por así decir, pero eso no se debe a que dieron con una respuesta correcta o han visto el derecho en su mejor luz, sino a que son jueces. De ahí que a veces el antipositivismo en realidad es una forma de positivismo judicial.

Tampoco ayuda a la autoridad del derecho la idea dworkiniana de que el derecho que es está íntimamente conectado con el derecho que debe ser. Esta manera de entender al derecho ha provocado serias dificultades. En primer lugar, se ha vuelto común que algunos filósofos del derecho —  v. gr. Dworkin y Alexy — sean invocados como si fueran fuente del derecho —  como en la era del Digesto romano o en la de Savigny, para quien los juristas eran la conciencia jurídica encarnada, lo cual era de esperar una vez que colapsa la frontera entre el derecho y la teoría del derecho, o la frontera entre el derecho que es y el que debería existir.

Además, esto agrava la naturaleza circular de un fenómeno cultural como el derecho, ya que en gran medida la discusión acerca del fenómeno descripto depende de las propias descripciones del fenómeno, es decir, la popularidad o el éxito de una teoría del derecho muchas veces depende no tanto de sus méritos o argumentos, sino de su recepción en cierta época o de cómo está escrito un libro. En mi caso, evito el círculo en la medida en que digan lo que digan las teorías del derecho, todo derecho pretende tener autoridad.

En segundo lugar, la subordinación del derecho al razonamiento moral hace que el derecho se convierta en una práctica social muy extraña. Hoy en día nadie cree que el derecho viene del cielo — o del infierno para el caso, ya que todos estamos de acuerdo en que el derecho es una práctica social. Sin embargo, los antipositivistas o “iusmoralistas” — para usar el muy apropiado término de Juan Antonio García Amado — suponen que el derecho es una práctica social que cada vez que se aplica provoca dudas o conflictos de interpretación, y que estas dudas o conflictos requieren además indispensablemente el uso del razonamiento moral. Pero entonces el derecho es como una práctica social que se juega siempre por primera vez, o un idioma nuevo que los jueces están aprendiendo, y de ahí las dudas, conflictos, etc., y/o el derecho es un jeroglífico o una cultura extranjera que deben ser entendidas por egiptólogos o antropólogos respectivamente.

En realidad, la idea misma de práctica social supone la performatividad de un conjunto de reglas que identifican la práctica y nos permiten entenderla. Si cada vez que deseamos ponerla en práctica está en duda su normatividad o no la entendemos, entonces la práctica no existe más— o no existió nunca — y estamos hablando en realidad de cómo nos gustaría que fuera, pero sería muy raro entender al derecho en términos de una práctica social que está muerta o que podemos moldear a nuestro antojo, como si estuviéramos empezando de cero. Lo que suele suceder es que mucha gente confunde la sociología con la filosofía, la descripción con la prescripción, todo gracias a la idea de “interpretación” valorativa.

Esta confusión entre la facticidad y la normatividad también es característica de las teorías deliberativas del derecho como la de Habermas ([1992] 2010), que suponen además que del diálogo siempre emana la unanimidad o la respuesta correcta — que suele coincidir con la posición del defensor del diálogo.

Sin embargo, el diálogo es jurídicamente relevante exclusivamente si figura en el derecho vigente — lo cual sucede afortunadamente en el poder legislativo estándar, al menos en democracia. Por otro lado, una vez que, por ejemplo, la más democráticas de todas las Cortes Supremas toma una decisión, podemos dialogar e interpretar todo lo que queramos, pero eso no afecta la validez jurídica de la misma. Por supuesto, podemos desobedecer el derecho por razones morales, pero, no debemos olvidar que desobedecer es exactamente lo contrario de obedecer — y por lo tanto de aplicar o interpretar el derecho.

El interpretativismo suele responder a estas críticas haciendo referencia a la distinción entre ajuste y justificación. Según esta réplica, un juez interpretativista no elige la decisión que justifica el derecho a la luz de sus propias convicciones ni hace lo que se la da la gana, sino que la decisión tiene que “ajustarse” al derecho vigente.

En realidad, esta respuesta interpretativista corre el riesgo de ser redundante, ya que todo juez cree que su decisión se ajusta al derecho vigente y está justificada. La cuestión entonces pasa a ser cuáles son los criterios que usan los jueces para mostrar el ajuste y la justificación. Si los criterios son valorativos, entonces todo dependerá de si nos toca un juez conservador o progresista, con lo cual el derecho no hace ninguna diferencia práctica, no tiene autoridad, a pesar de su legitimidad democrática.

Si los criterios no son valorativos, entonces el interpretativismo dice lo mismo que la teoría que se supone desea criticar. De hecho, el interpretativismo tarde o temprano tiene que recurrir a la autoridad del derecho: hasta las sentencias que muestran al derecho en su mejor luz y/o dan con la respuesta correcta, suelen encontrar bastante resistencia incluso entre los especialistas en derecho y la única alternativa que tienen quienes dictan estas sentencias para defender su validez jurídica es la de recurrir a su carácter de sentencias, no a su corrección.

El antipositivismo podría refugiarse en que las reglas inauditas — que nos harían declarar demente a un árbitro de ajedrez pero que convierten a los jueces en superhéores — solo valen para los casos difíciles. Pero entonces, por ejemplo, la teoría de Dworkin no es una teoría general del derecho, sino una teoría de los casos difíciles, que representan un porcentaje mínimo del trabajo de los jueces en general.

Por otro lado, hay que tener mucho cuidado y evitar que un caso se convierta en difícil por sus repercusiones — por ejemplo, qué intereses afecta, cómo nos hace sentir, etc. — y no por su contenido, al menos si realmente nos interesa aplicar el derecho vigente. Además, como muy bien dice John Finnis (1987), no queda claro cómo puede el interpretativismo reconciliar la tesis de la respuesta correcta con los casos difíciles, ya que lo que distingue a los casos difíciles es que cuando estamos frente a uno de ellos no hay una sola respuesta correcta, ya que es eso lo que los convierte en difíciles. La dificultad del caso no sobrevive al descubrimiento de la respuesta correcta.

En cuanto al interpretativismo y el originalismo, creo que existe ciertamente una conexión entre ambos. En primer lugar, la teoría de Dworkin es intencionalista, con la salvedad de que, según Dworkin, la intención que debemos tener en cuenta, la intención convergente de los creadores y aplicadores del derecho, es la de encontrar el mejor derecho posible, por lo cual el sistema jurídico no tiene autoridad, sino que es una ocasión o plataforma de despegue para ir en búsqueda de la respuesta correcta. Habría que ver, sin embargo, si los autores del derecho se ven reflejados en esta descripción.

En segundo lugar, la teoría de la interpretación de Dworkin está emparentada con la crítica literaria de T. S. Eliot — el propio Dworkin reconoce su influencia. La metáfora de la novela en cadena es estructuralmente muy parecida a la manera en que Eliot (1917) entiende la aparición de una nueva obra de arte: “lo que sucede cuando una nueva obra de arte es creada es algo que sucede simultáneamente a todas las obras de arte que la precedieron. Los monumentos existentes forman un orden ideal entre ellos mismos, que es modificado por la introducción de la obra de arte nueva (la realmente nueva) entre ellos”. La novedad de la obra de arte no impide sin embargo que forme un todo íntegro con la tradición a la que pertenece. Hay un origen que se enriquece con la incorporación de nuevas obras — algo muy parecido se puede decir de la hermenéutica de Gadamer ([1960] 2003), otro autor citado por Dworkin.

Ahora bien, Dworkin usa la metodología conservadora de Eliot y Gadamer al servicio de una agenda transformadora. Debo decir que me siento muy cerca de las ideas políticas de Dworkin, pero me preocupa mucho la confusión entre mis ideas o mi agenda y el derecho vigente. No todo lo que yo deseo que suceda es por eso derecho vigente, y no todo derecho vigente es aquello que yo deseo que suceda. Por otro lado, ni siquiera en teoría literaria existe respuestas correctas sobre los clásicos de la literatura, o cuál es la mejor luz en la que debemos verla.

E incluso si concediéramos el punto hermenéutico, no podemos olvidar que Eliot y Gadamer se están refiriendo a tradiciones muy antiguas, la literatura y el derecho occidentales. Sin embargo, por ejemplo, en Argentina — y creo que no solamente — no discutimos sobre Homero, el derecho romano o el Antiguo Testamento, sino sobre la interpretación de leyes y constituciones prácticamente nuevas, que en muchos casos todavía conservan su envoltorio original y que sin embargo requieren “interpretación”. Al menos los que piden la reforma de la Constitución argentina, que tiene unos 25 años de rodaje, reconocen que la cuestión no es de interpretación.

SiSo: En 1968 señalaba el filósofo alemán Leo Strauss: “la ley natural, la cual fue por varios siglos la base predominante del pensamiento político occidental, es rechazada en nuestro tiempo por casi todos los estudiantes de la sociedad que no son católicos romanos”[1]. ¿Podríamos decir que “Rosler 2020” dice lo mismo que “Strauss 1968”, pero cambiando “ley natural” por “derecho positivo” y “estudiantes católicos romanos” por “estudiantes actuales de derecho”? Dicho de otra manera Profesor Rosler: ¿entramos en una época donde el derecho positivo no tiene cabida e, incluso, le cuesta encontrar estudiantes?

A. R.: No deja de ser irónico que los “estudiantes católicos romanos” estén bastante relacionados con el derecho positivo, ya que fue la teología medieval — es decir el iusnaturalismo — la que inventó el derecho positivo, mucho antes de que existiera el positivismo, y luego el derecho positivo terminó en manos del Estado moderno. Carl Schmitt (2015:69) resume en muy pocas, aunque sustanciosas palabras, el desarrollo de la teoría del derecho: “El padre de la ciencia del derecho es el derecho romano renacido, su madre la Iglesia romana. La separación de la madre fue finalmente consumada después de varios siglos de difíciles disputas en la era de la guerra civil de religión. La niña se quedó con su padre. Buscó una nueva casa y la encontró en el Estado”.

Por un lado, es cierto que, dado que hoy en día la ortodoxia jurídica es anti-positivista, es de esperar que ni siquiera los “estudiantes actuales de derecho” sean positivistas. Por el otro lado, sin embargo, y si puedo tocar mi propia corneta como se suele decir en inglés, la primera edición de La Ley es la Ley se agotó en poco más de un mes, lo cual indica que todavía hay bastante interés por un libro que defiende una posición tan clásica pero a la vez tan heterodoxa — al menos hoy en día. De ahí que, si bien no sé si podemos hablar de una “mayoría silenciosa”, no son pocos los que perciben la crisis del discurso jurídico imperante.

En cuanto a la dificultad de encontrar estudiantes, el libro ha sido muy bien recibido por muchos y muchas de mis colegas y/o abogados/as de mi edad, y no han faltado las y los estudiantes que me han hecho saber su interés por la autoridad del derecho. De todos modos, no puedo decir que he tenido que cambiar de número de teléfono debido a las muy insistentes requisitorias, y creo que si las y los estudiantes no se acercan tanto, no puedo atribuirlo a la teoría, sino a mí mismo. Tal vez yo crea ser muy accesible y, sin embargo, proyecto una imagen diferente.

SiSo: Históricamente el positivismo jurídico defendió reformas políticas socialmente impopulares. Dos casos: Bentham ([1785] 1975) ya sostenía que la criminalización de la sodomía era absolutamente absurda y cruel, mientras Hart (1963) señalaba que el derecho penal no podía imponer una moral sexual a la población. ¿Por qué cree continúa asociándose habitualmente el positivismo al nacionalsocialismo y el interpretativismo — o, si se quiere, el “derecho creativo” o “activismo judicial” — se suele asociar a posturas progresistas? ¿Cree que esto es correcto?

A. R.: Uno de los grandes mitos sobre el positivismo es su asociación con el nazismo, cuando en realidad, tal como dice la pregunta, el positivismo como filosofía moderna del derecho, estuvo emparentado con el progresismo desde sus orígenes — el positivismo supo ser la filosofía del derecho de la democracia. En el fondo este mito, a diferencia tal vez de otros mitos, se debe fundamentalmente a la ignorancia. Creo que fue Gustav Radbruch el que empezó con la leyenda apenas finalizada la Segunda Guerra Mundial y luego se propagó bastante. En realidad, el nazismo rechazaba profundamente al positivismo debido a que “la ley es la ley” le parecía “too Jewish” — a veces literalmente, demasiado véterotestamentario o legalista.

Los juristas nazis en realidad admiraban el common law debido al margen de maniobra que le otorgaba a los jueces en la aplicación del derecho — James Whitman trata este tema en su libro Hitler’s American Model, como nos lo recuerda Kai Ambos en Derecho penal nacionalsocialista. Bernd Rüthers también explica en su libro Derecho Degenerado que, salvo algunas excepciones como las leyes de Núremberg, los jueces del nacionalsocialismo interpretaban el derecho pre-nazi de Weimar visto en su mejor luz — es decir, nacionalsocialista, por lo cual era una forma de interpretativismo aunque obviamente anti-liberal.

El interpretativismo en realidad toma el modelo del common law — que es bastante conservador y de ahí las críticas feroces que recibía de Bentham — y lo pone al servicio del progresismo mediante la idea de la respuesta correcta o la “mejor luz” en la que debemos ver el derecho. El problema con el activismo judicial, otra vez, es que nos va a caer simpático si las decisiones que toma son las que nosotros esperábamos, y no tanto si no lo son.

Salta a la vista entonces que según este modelo el derecho no tiene autoridad, sino que es la continuación de la política por otros medios. El derecho se convierte de este modo en un “auto-servicio”, como muy bien dice Pierre Legendre (1999:120, 235). Además, no solemos medir con la misma vara el auto-servicio, ya que nos parece bien el auto-servicio de izquierda, pero no el de derecha, o al revés.

En rigor de verdad, la distinción entre conservadores y progresistas distorsiona profundamente al razonamiento jurídico. Todo derecho es conservador en la medida en que impone un estado de cosas. Esto se nota particularmente después de una revolución, ya que las revoluciones suelen ser bastante conservadoras una vez que llegan al poder. Hannah Arendt decía ya en 1951 que “El revolucionario más radical se convertirá en un conservador el día siguiente a la revolución”. Lo que sucede es que en general la “revolución” tiene buena prensa, mientras que con ser “conservador” ocurre exactamente lo contrario. Lo que conviene hacer para evitar confusiones es reconocer la naturaleza conservadora del derecho y dejar en claro cuándo estamos aplicando el derecho y cuándo estamos haciendo una revolución, ya que a veces no queda otra alternativa que desobedecer el derecho vigente. Pero que quede claro que lo estamos desobedeciendo, no que lo estamos “interpretando”.

SiSo: Pareciera que un viejo fantasma vuelve a hacerse presente en la academia: el argumento ad hominem bajo la valoración biográfica de las o los autores para desacreditar sus obras. El mejor ejemplo de lo anterior en la teoría del derecho es Carl Schmitt. ¿Considera Ud. que este fantasma ha vuelto? ¿Por qué causa Schmitt tanta polémica? ¿Qué ideas considera Ud. centrales y aún relevantes de su pensamiento?

A. R.: Hoy por hoy Carl Schmitt goza de una aceptación más que considerable, sobre todo comparando la situación actual con la de hace veinte años. Por supuesto, siempre hay gente que permite que sus prejuicios entorpezcan el uso de la razón, pero al menos en lo que atañe a Schmitt se encuentran en una clara minoría. No sucede lo mismo con otros autores, que ni siquiera participaron del nazismo, y así y todo son vilipendiados. Por ejemplo, Roger Scruton. Lamentablemente estamos atravesando una especie de guerra civil global cultural entre conservadores y progresistas, cuando en realidad, sobre todo en el ámbito intelectual, la verdadera distinción es la que separa a quienes dicen cosas inteligentes o interesantes de los que simplemente no las dicen muy probablemente porque no piensan. Isaías Berlin, además, solía recomendar que hay que leer al enemigo por dos grandes razones. En primer lugar, uno se aburre leyendo a los que piensan como uno y en segundo lugar, y fundamentalmente, el enemigo penetra las defensas.

SiSo: Hagamos un experimento mental. Puede viajar en el tiempo y tomarse un café con un veinteañero estudiante de derecho Andrés Rosler: ¿qué le recomendaría leer sobre teoría del derecho, en qué orden y por qué, para al menos plantarle cara en una discusión rigurosa y fructífera al Andrés Rosler actual?

A. R.: Fue gracias a Jorge Dotti que a los veintipico fui inoculado con el virus de Carl Schmitt. Cabe recordar que antes de Dotti, al menos en Argentina, era imposible siquiera hablar de Carl Schmitt sin que el interlocutor llamara a la policía y/o ser considerado un nazi — y no en el buen sentido de la palabra, como diría Sacha Baron Cohen en El Dictador. Jorge fue un visionario. Todo cambió con el “mamotreto”, tal como Dotti (2000) solía referirse a su voluminosa obra sobre la recepción de Carl Schmitt en Argentina.

Digo esto porque el autor que, entre muchas otras cosas, me explicó mejor qué es el Estado de derecho liberal, sobre todo en el ámbito del derecho penal, fue Carl Schmitt, particularmente en su época “polémica”, como se suele decir en esta época. De hecho, entre 1934 y 1936, es decir cuando su producción se dirigía fundamentalmente a la legitimación del nazismo — e incluso un poco más allá en 1938 cuando escribe su monografía sobre Hobbes ([1938] 1982) — el capítulo sobre el Estado de derecho liberal debería ser lectura obligatoria en los cursos de derecho penal —, Schmitt contraponía dos maneras de entender el derecho penal mediante claros eslóganes: nullum crimen sine lege y nullum crimen sine poena.

El primer eslogan representa la idea de un derecho penal condicional, esto es, la idea de que el aparato represivo del Estado solo puede ser puesto en marcha si satisface un mínimo de condiciones, entre las que se destacan los derechos del acusado e incluso del condenado según el principio de legalidad. El segundo eslogan, en cambio, representa la idea de que lo único que le interesa al derecho penal es combatir la impunidad, incluso a costa de los derechos individuales y si fuera necesario mediante la sanción de leyes penales retroactivas — otro eslogan bastante apropiado para esta posición hubiera sido “si Ud. quiere una garantía, compre una tostadora”, como dice el personaje de Clint Eastwood en “El Novato”. Escribí un artículo sobre este asunto hace un par de años para En Letra: Derecho Penal.

Schmitt, en aquel funesto entonces, decía que los liberales monopolizaban el Estado de derecho, por lo cual no dejaban espacio para el “Estado de derecho de Adolf Hitler”. En nuestros días, salta a la vista que el eslogan que prevalece — al menos en Argentina — es el de la lucha contra la impunidad a toda costa, tal como lo muestra la sanción de una ley penal retroactiva en 2017 y su convalidación por la mismísima Corte Suprema de Justicia con la Nación, con la sola disidencia del presidente del tribunal.

Si pudiera entonces recomendarle algo a este estudiante veinteañero, sería que siga interesado en Carl Schmitt, incluso en su obra durante el nacionalsocialismo, y sin perder de vista la teoría del derecho anglosajona — esto es, le recomendaría que hiciera básicamente lo mismo, solo que antes o más rápidamente y en todo caso mejor.

Obviamente, no tiene sentido reducir la obra de Schmitt a aquellos años nefastos. Para dar un ejemplo, antes de haberse afiliado al nazismo Schmitt ya había escrito lo que tal vez sea su opus magnum, su Teoría de la Constitución (1928). Jacob Taubes (2004:99) cuenta que la misma fue utilizada por el Ministro de Justicia de Israel, Pinchas Rosen, mientras trabajaba en el proyecto de redactar una constitución para el flamante Estado de Israel. Finalmente, el proyecto fue infructuoso porque no se pusieron de acuerdo sobre la relación entre Estado y religión. En el mismo sentido, el fenómeno del Estado judicial, la subordinación de la política a los jueces, fue anticipado por Schmitt hace ya casi cien años en ese mismo libro.

Hannah Arendt (1958:506) resumió en pocas y sabias palabras la obra de Schmitt: “sin duda fue el hombre más significativo en Alemania en el ámbito del derecho constitucional e internacional e hizo el esfuerzo más grande por congraciarse con los nazis. No tuvo éxito; los nazis rápidamente lo reemplazaron mediante talentos de segundo o tercer orden y lo dejaron de lado”.

Quizás el mayor aporte de Schmitt sea el de recordarnos que el derecho es un fenómeno político en el sentido de que su tarea primordial es la de resolver conflictos, no la de hacer justicia, sobre todo cuando compiten tantas concepciones de justicia en el mercado. Los primeros grandes juristas modernos como Jean Bodin o Michel de L’Hospital, los padres fundadores del derecho estatal moderno, eran considerados politiques durante las guerras civiles de religión precisamente porque, a pesar de que eran creyentes, no estaban dispuestos a subordinar el derecho a la religión — hoy diríamos a la política. Actualmente, por desgracia, se han vuelto a sacralizar las cuestiones políticas.

Segundo Acto: ¿El Rol de Juez(a) en el derecho?

SiSo: Profesor Rosler, una corriente del interpretativismo jurídico señala la necesidad de formar a juezas y jueces en “perspectivas” para aplicar el derecho. Por ejemplo, “law and economics”, “perspectiva de género”, “perspectiva ambiental” o “perspectiva en derechos humanos”. En algunos países esto ya es una realidad. ¿Qué consecuencias observa Ud. para el sistema jurídico de continuar y afianzarse este estado de cosas? ¿Qué consecuencias tendría para el derecho penal?

A. R.: Es indispensable que los jueces cuenten con una buena formación, por lo cual me parece muy bien que se capaciten en todas las disciplinas posibles. Lo que no me parece bien es que al momento de aplicar el derecho los jueces reemplacen el derecho vigente por perspectivas que no sean parte del derecho vigente, lo cual no solo hace colapsar la frontera entre el derecho que es y el que debería ser, sino que además, insisto, es incompatible con la autoridad del derecho democrático.

Por ejemplo, “law and economics” es una escuela de pensamiento que hace hincapié en la eficiencia del derecho, lo cual es una consideración que toda sociedad tiene que tener muy en cuenta. Muy pocas sociedades pueden darse el lujo de ser ineficientes. Sin embargo, la eficiencia en todo caso es una consideración que deben tener cuenta los creadores del derecho, esto es, el poder legislativo y el constituyente, no así quienes se suponen que tienen la tarea — al menos en democracia — de aplicar el derecho, es decir los jueces. Las consideraciones de principio, conveniencia y de eficiencia ya fueron debidamente tomadas en cuenta por el poder legislativo y/o el constituyente.

Se supone además que el razonamiento jurídico es eficiente si y solo si le reconocemos su autoridad en lugar de subordinarlo a consideraciones de eficiencia o a sus consecuencias. Ni más ni menos que el prólogo a La Dictadura (1921), Carl Schmitt critica al finalismo de von Jhering (1868) porque este último convierte al derecho en un mero medio para un fin. Schmitt es consciente de que el derecho es un instrumento, pero es un instrumento tal que solo puede cumplir con su función si reconocemos su autoridad. El ajedrez, por ejemplo, es un juego que nos permite obtener un fin — placer, entretenimiento, etc., pero solo podemos obtener ese fin si aceptamos sus reglas. En cambio, si no tuviéramos que ir a una ciudad, difícilmente tendríamos razones para sacar un pasaje que nos llevara a dicha ciudad. La pregunta es si el derecho se parece más al ajedrez o a sacar un pasaje.

Todo esto se vuelve todavía más relevante una vez que entramos en el territorio penal. La misión del derecho penal, tal como lo dice su nombre, es la de imponer castigos, pero, por suerte, el mismo derecho exige que la imposición del castigo esté sometida a ciertas condiciones. En última instancia, todo derecho penal tiene que elegir entre las fórmulas de las que hablábamos antes, nullum crimen sine lege — que representa lo que se suele denominar “garantismo”, que solía ser parte constitutiva del discurso de los derechos humanos — y nullum crimen sine poena — correspondiente al “punitivismo”. En el medio no hay nada. Algunos interpretativistas creen defender una tercera posición, que apacigua la conciencia porque si bien no es garantista, tampoco llega hasta el punitivismo, y entonces da la impresión de quedarse en el medio. Sin embargo, aunque hubiera que interpretar la garantía, dado que la interpretación siempre es un método o camino, al final del día, en este caso y en contra del proverbio, hay dos sin tres: el intérprete va a tener que elegir entre reconocer o no la garantía, y, parafraseando a la Julieta de Shakespeare, el punitivismo, bajo cualquier otro nombre, sigue siendo punitivismo, aunque tuviéramos que interpretarlo para darnos cuenta de que lo es.

SiSo: El rol de juez(a) se realiza en el momento de decidir. El acto de decidir en el derecho tiene, por una ironía de nuestra lengua, el nombre de “fallar”. A la hora de “fallar” ¿cuándo puede la o el juez desobedecer justificadamente la ley por razones morales y cuándo se introduce, innecesariamente, el razonamiento moral al aplicar el derecho?

A. R.: Así como no tiene sentido la idea de la revolución permanente, tampoco tiene sentido la idea de la “conservación” permanente. Algunos suelen hacer referencia al “positivismo ideológico” como la posición según la cual, pase lo que pase, caiga quien caiga, tenemos el deber moral de obedecer el derecho. Hasta donde yo sé, ningún filósofo del derecho — por no decir nadie — defendió una posición semejante. Se podría decir que San Pablo en sus cartas, a su modo, sostuvo una tesis similar, pero si lo hizo fue en el contexto de la inminencia del Segundo Advenimiento o Parusía, una situación bastante peculiar en la cual la gente está mucho más interesada en preparar su equipaje que en obedecer el derecho.

Ni siquiera los nazis defendían el positivismo ideológico, ya que ellos pretendían ser obedecidos y que los demás fueran desobedecidos — por ejemplo los soviéticos, salvo durante el pacto Ribbentrop-Molotov, por supuesto. Sin embargo, todavía hay antipositivistas — por lo general los mismos que asocian al positivismo con el nazismo — que asustan a los chicos con el fantasma del positivismo ideológico.

Yendo ahora a los jueces, si van a desobedecer el derecho, debería quedar claro que no lo están interpretando. Vuelvo al ejemplo del aborto. Si la decisión le corresponde al Poder Legislativo, los jueces no pueden abstenerse de aplicar la ley invocando razones morales. Por supuesto, quizás algunos invoquen la objeción de conciencia, pero esto es un gran avance ya que se trata de una noción jurídica.

Hay momentos en los que el propio derecho invita al razonamiento moral a la fiesta, como por ejemplo cuando subordina la validez de los contratos a la moral y buenas costumbres, y disposiciones parecidas, muchas veces de rango constitucional. Pero en estos casos, por supuesto, es el derecho el que hace la invitación y para explicar esta incorporación de la moral no hace falta recurrir al antipositivismo.

SiSo: ¿Por qué cree que se asocia el “interpretativismo” a buscar la solución correcta de un caso? ¿No puede ser que aquel sea a veces utilizado, en realidad, con otros fines espúreos —por ejemplo, perseguir enemigos, imponer la visión del intérprete, etc.?

A. R.: En el caso del “interpretativismo”, es el propio Ronald Dworkin, su representante más conocido y probablemente el más sofisticado, el que habla de la existencia de respuestas jurídicas correctas, y de ahí la asociación.

Por supuesto que el interpretativismo puede ser utilizado para perseguir enemigos e imponer la visión del intérprete. Como ya vimos, los nazis se sentían limitados por el principio de legalidad y por eso eran antipositivistas. Nobleza obliga, el positivismo también puede ser utilizado para fines inaceptables, todo dependa de lo que estipule el derecho.

Huelga decir que el interpretativismo de Dworkin es liberal, esto es, para Dworkin la respuesta jurídica correcta es siempre liberal — acerca del aborto, eutanasia, etc. Pero esto mismo provoca sospechas. Si el derecho no es claro o existe un así llamado “caso difícil” y debe ser interpretado en su mejor luz ¿por qué la respuesta correcta es justo la liberal? Para defender a Dworkin se replica, por ejemplo, que él también era un liberal igualitario, pero no por eso defendía un derecho constitucional a la salud en términos de un robusto servicio nacional de salud. Se conformaba con, por ejemplo, el aborto. Por lo tanto, es falso creer que para Dworkin la respuesta jurídica correcta era siempre la suya. Sin embargo, un conservador podría presentar una réplica especular: a pesar de que si fuera por él reformaría la sociedad en términos conservadores completamente, — por ejemplo, imponiendo una religión en particular o el culto religioso en general, está dispuesto a conformarse con menos. Por ejemplo, con la prohibición del aborto solamente., De ese modo se pondría a salvo de la objeción de que está confundiendo su ideología política con el derecho vigente.

SiSo: Por último, quisiéramos salir del clásico rol del juez en la teoría del derecho: ¿cómo sería un(a) fiscal o policía “interpretativista” versus un(a) “positivista”?

A. R.: Me parece que un(a) policía y sobre todo un(a) fiscal razonarían de un modo muy similar a una o un juez. El positivista se mantiene básicamente al nivel de la superficie, literalmente superficial, porque vuela al ras del derecho. El antipositivista, en cambio, vuela mucho más alto o se interna subterráneamente en las raíces del derecho. Por ejemplo, un positivista afirma o niega la existencia de un derecho en particular, por ejemplo, el derecho a la propiedad privada. El antipositivista, en cambio, subordina el reconocimiento del derecho a los principios que subyacen al mismo, o a los fines que persigue el derecho en cuestión. Tal vez, el propósito de la propiedad privada sea el de proteger o maximizar la libertad de los habitantes, o recompensar sus méritos, etc. Pero entonces solo tendremos derecho a la propiedad privada en un caso particular si protege o maximiza la libertad de los habitantes — y habría que ver de quiénes o cuántos —, o si dicho derecho es merecido. Pero entonces no tiene sentido hablar de un derecho en sentido estricto, sino que en realidad es un derecho condicional o prima facie.

A veces se pierden ciertos derechos, como por ejemplo cuando cometemos un delito. Pero otra vez, el castigo puede tener un fin, o estar apoyado en cierta base, pero no tendría sentido que el juez al momento de aplicar el derecho se preguntara por las mismas cosas que figuraron en la deliberación del legislador al momento de estipular el derecho vigente. Por supuesto, quizás el derecho en cuestión es atrozmente inmoral y no debe ser aplicado por razones morales, pero no tiene sentido hablar de “interpretación”, sino que, otra vez, llamemos a las cosas por su nombre: eso es “desobediencia”.

En estos casos las preguntas que nos debemos hacer son — por ejemplo: ¿si se tratara de nuestros derechos, no los de los demás, nos caería simpático que un juez no se mantuviera en la superficie sino que volara o procediera subterráneamente? ¿Nos gustaría que los derechos humanos también sean objeto de interpretaciones subterráneas o de alto vuelo, o preferiríamos que sus aplicaciones se mantuvieran en la superficie? ¿Los derechos humanos son para aquellos que los merecen, y/o se aplicarán solo cuando cumplan su propósito, o se apoyen en los principios correctos? Tal vez lo más importante: ¿existe una sola teoría del merecimiento, de los propósitos y de los principios correctos?

Tercer Acto: Andrés Rosler ante el Ping-Pong.

SiSo: En este último acto queremos invitarlo a jugar Ping-Pong. El juego posee dos reglas que poseen autoridad no sujetas a interpretación:

  1. se debe contestar con una palabra o frase
  2. ante una distinción X/Y se debe indicar un lado aplicando 1.
  • Boca Juniors

A. R.: Tengo que confesar que fui de Boca hasta los cuatro años, y entonces, como San Pablo o Lutero, y gracias a mi hermano — el hijo inteligente de mis padres, vi la luz y por suerte me hice de River.

  • Carlos Santiago Nino/John Finnis

A. R.: John Finnis. Le estoy muy agradecido a Nino por su generosidad — fue gracias a él que gané la beca del British Council — y tuve la gran oportunidad de trabajar con él casi dos años en el Centro de Estudios Institucionales, pero lamentablemente murió muy joven. En Oxford, John Finnis me enseñó a escribir y a pensar — sin tratar de que pensara como él, lo cual es lo que caracteriza a todo buen supervisor doctoral.

  • Peronismo 

A. R.: Es un modo de existencia, un adverbio, muy parecido a “lo político” en los términos de Carl Schmitt, ya que cualquier cosa se puede peronizar —al menos en Argentina.

  • Salomón/el colorado De Felipe [ii]

A. R.: El colorado De Felipe. Le estoy muy agradecido por su ayuda en la explicación del interpretativismo.

  • Derecho Penal del Enemigo.

A. R.: Desde el punto de vista del derecho penal liberal, es una contradicción en sus términos que, irónicamente, tiene muchos más amigos que enemigos, sobre todo entre sus aparentes enemigos.

A. R.: Harry Callahan, en reconocimiento a Clint Eastwood.

  • República.

A. R.: “Habría un medio de asombrar al universo, haciendo algo totalmente nuevo: la República, por ejemplo” (Georges Clemenceau, 1898).

  • Ronald Dworkin/Antonin Scalia.

A. R.: No conozco mucho la obra de Scalia, pero me merece simpatía alguien que es tan denostado por tanta gente. Dworkin, en cambio, al menos en nuestro medio, se ha convertido en objeto de hagiografías.

  • Liberalismo

A. R.: Es una ideología bastante incomprendida, pero bien comprendida tal vez sea el mejor camino.

  • Carl Schmitt/Hans Kelsen. 

A. R.: Carl Schmitt. Hans Mayer (1982:148), que había estudiado con ambos en Colonia, decía que “Schmitt brillaba por sus fórmulas, Kelsen era un pensador”. Creo sin embargo que Schmitt permite llegar más lejos todavía —y a un nivel más profundo— que Kelsen.

SiSo: Muchas gracias por brindarnos esta entrevista Prof. Rosler (!)

A. R.: Muchísimas gracias a Uds. Para mí fue un honor, amén de una gran oportunidad, ya que estas preguntas me han hecho pensar en muchas cosas y me han ayudado a entender mejor mi propio libro.

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Citación ISO 690:

  • Ranke, F. , Solavagione, L. & Vergara, F. ¿La Ley es la Ley? Andrés Rosler entrevistado en tres actos. Sistemas Sociales [en línea]. 2020 [Fecha de Consulta]. Disponible en sistemassociales.com/la-ley-es-la-ley-andres-rosler-entrevistado-en-tres-actos/

Citación APA:

  • Ranke, F., Solavagione, L. & Vergara, F. (2020). ¿La Ley es la Ley? Andrés Rosler entrevistado en tres actos. Sistemas Sociales. Recuperado desde sistemassociales.com/la-ley-es-la-ley-andres-rosler-entrevistado-en-tres-actos/

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[i] Editora Invitada. Abogada, Universidad Nacional de Córdoba (UNC). Magister en Derecho Alemán por la Rheinische Friedrich-Wilhelms-Universität de Bonn, Alemania y becaria doctoral del Servicio Alemán de Intercambio Académico (DAAD) en la misma Universidad.

[ii] Árbitro de fútbol del cuento El réferi demasiado justo del escritor argentino Alejandro Dolina (1988). De Felipe “no sólo evaluaba las jugadas para ver si sancionaba alguna infracción: sopesaba también las condiciones morales de los jugadores involucrados, sus historias personales, sus merecimientos deportivos y espirituales.” El Prof. Rosler lo ha utilizado en variados escritos para indicar problemas de la teoría del derecho.

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