Las Contradicciones Culturales del Poder: Reflexiones sobre la Guerra Civil Chilena por Francisco Varela

Los procesos políticos no son sino fenómenos biológicos ¿pero qué político sabe esto?

Gregory Bateson
 por Francisco Varela [1]

Realmente no puedo hablar de la guerra civil en Chile sin involucrarme personalmente. Por lo mismo, me resulta bastante incómodo exponer hoy aquí. No he hablado públicamente sobre este asunto desde que sucedió, hace cinco años atrás. Hoy, ante este grupo de personas, y dadas las circunstancias, me parece posible. Pero no lo había hecho antes. Estaría mucho más cómodo debatiendo acerca de ecuaciones diferenciales, del sistema límbico, o algo así. Por lo tanto, tendrán que ser tolerantes, porque no es un tema respecto del cual pueda preparar algo muy estructurado.

Por lo mismo, sólo voy a ofrecerles una cuantas imágenes, trazadas con brocha gorda. Me parece que no tendría gran provecho presentarles una sucesión de anécdotas o vivencias sin contexto alguno. Por lo mismo, quisiera inscribir estas ideas o experiencias en el marco particular de lo que representan para mí, en relación con lo que hemos escuchado en esta conferencia, ayer y hoy. Mi punto de partida, mi sesgo fundamental, es que no creo que podamos hablar acerca de una visión del mundo o de una representación de lo que el mundo es sin que, al mismo tiempo, observemos y examinemos de manera crítica cómo surgen estas ideas. No debiéramos separar el contenido del espacio en que éste se produce. A esto se le denomina epistemología. Y por ende, me gustaría hacer un poco de epistemología.

Me tomo muy en serio la epistemología. Estimo que es una cuestión fundamental. No es un juego ni un selecto pasatiempo. Quisiera retomar la discusión de ayer. Y, en particular, quiero hacer una distinción que no hicimos ayer, lo que resultó decepcionante. Quizás no hubo tiempo. Propongo retomar el asunto de la energía para ejemplificar lo que quiero decir cuando hablo de instalar entre nosotros una perspectiva acerca de nuestras ideas que se haga cargo de la epistemología. El tema de la energía puede servir como ejemplo porque se discutió ayer y, por lo mismo, nos resulta más tangible. Quiero distinguir claramente entre la imagen que nos presentó Howard T. Odum y aquella que propuso Amory B. Lovins. Se trata de dos enfoques sustantivamente distintos: lo que Lovins dijo me resulta cercano y puedo suscribirlo en gran medida; en cambio, considero que el punto de vista del profesor Odum resulta, en más de un aspecto, un sinsentido. Lamento que él no esté aquí, porque me hubiera gustado que oyera lo que tengo que decir. De hecho, una de las razones por las cuales me propongo hablar hoy de este tema es porque se trata de un encuentro entre amigos, y él forma parte de este encuentro.

Ahora bien: ¿Por qué hacer esta distinción? Es pertinente hacerla porque la propuesta de Odum acerca de la energía contiene, para decirlo rápidamente, lo que yo creo son algunas de las derivas más peligrosas de una visión de mundo que concibe la ciencia y la filosofía de manera mecanicista, con total prescindencia del observador. Tomemos, por ejemplo, su noción de «calidad» de la energía y la analogía que estableció con las cadenas alimenticias: en la medida que te mueves «hacia arriba», en una cierta dirección, mejora la calidad de la energía. El resultado exponencial que nos presentó corresponde a la figura del Presidente quien, al pulsar un botón, puede hacer volar por los aires a un continente entero, con un gasto energético insignificante. En términos más específicos, él graficó un sistema que distingue los recursos y los residuos, en un lugar intermedio del flujo, colocó un pequeño símbolo que representa lo que él denomina orden. A ese punto en el flujo también lo podemos llamar información. Desde mi punto de vista, esta imagen anula por completo lo que yo considero es la información. Porque el orden y la información no son conceptos absolutos. Ellos dependen del sistema que se está describiendo, así como del sujeto que describe lo que ve.

Si tomo literalmente lo que Odum está diciendo, entonces la energía de alguna manera disminuye hasta llegar al punto en que se llena de información. Nos preguntamos: ¿Qué tipo de información es ésta? ¿Es la de la burocracia? ¿O la del poder de los medios de comunicación? ¿O la del poder de los trabajadores? Según considere a la burocracia, los medios o los trabajadores como portadores de información, los puntos de vista serán muy distintos. No quiero sugerir que uno de ellos sea particularmente mejor que otro. Pero dependiendo de dónde uno se encuentre, el orden y la información van a significar cosas diferentes.

En forma resumida, yo podría decir que el orden no es más que mi capacidad de distinguir un patrón. Y el azar, por el contrario, es mi incapacidad para hacerlo. No hay nada en la naturaleza que sea ordenado y nada que esté en sí mismo en desorden. Nosotros establecemos estas distinciones y sacamos de ellas nuestras propias inferencias. Al hacerlo, damos más cuenta de lo que nosotros somos que de lo que sería la figura de una sufrida Madre Naturaleza. Si les muestro un pedazo de papel y reconocen en ella una imagen porno, su respuesta no me dice nada sobre el papel en sí y, en cambio, sugiere mucho acerca de ustedes. Del mismo modo, si sostengo que hay orden en la sociedad, no se aclara de dónde proviene ese orden, ni qué características se le otorgan. ¿Quién define las características de ese orden? Al poner en continuidad energía e información se echa por tierra lo esencial de ambos conceptos. Estos son el reflejo de un punto de vista, la expresión de la posición que se adopta, la tradición cultural a la que cada uno de nosotros pertenece, y en la que cada uno de nosotros se mueve. Estas visiones diversas del orden y la información provienen de tradiciones particulares y lo que producen es, ni más ni menos, que una nueva interpretación de esa tradición. No proveen una descripción de lo que ocurre afuera, en ningún sentido.

Señalo, en oposición directa a la postura de Odum, que información y energía tienen poco que ver entre ellas. La energía dice tan poco acerca de la información como un grabado acerca del lenguaje, por decir algo. Existe una evidente necesidad de dotar de algún tipo de estructura, de un transportador físico concreto, a una acción cualquiera que clasificamos como informativa. Sin embargo, esto no ilumina lo que el acto informativo aporta en sí. Al colocar estas dimensiones en un mismo nivel, se cae en la trampa de la vieja ideología objetivista. Estoy convencido que cuando se trata de temas como la energía y la información y, en especial, tratándose de información, tenemos que poner de relieve y no reducir a meros diagramas de bloques, las siguientes preguntas: ¿Dónde se genera la información? ¿Cómo ocurre? ¿Quiénes participan en ello? En esto yo soy, como ustedes saben, discípulo de Gregory Bateson, una de las pocas personas que, en mi conocimiento, ha desarrollado una reflexión sostenida sobre estas cuestiones a lo largo de muchos años; una suerte de voz solitaria en el desierto. Creo que es hora de comenzar a acompañarlo. Cuando alguien dice cosas como Odum en este tipo de reuniones, no corresponde quedarse sentados, distendidos, y contestar: «Qué interesante, ¿no?» Después de todo, tal vez la analogía entre energía e información era sólo una metáfora. Se puede tomar de esa manera. Pero en cualquier caso, ésta contiene supuestos tecnológicos que no debiéramos dejar pasar. He adoptado, como pueden ver, una posición firme al respecto, aunque tengo mis dudas. Sin embargo, dado el tipo de grupo en el que estamos, pensé que en esta ocasión, podía asumir un tono más confrontacional.

La energía es, en sí misma, un concepto que rara vez es materia de debate. Olvidamos, por ejemplo, que como concepto moviliza connotaciones organicistas, que se vinculan con su origen en el siglo XVIII. La propia etimología de la palabra apunta también a lo mismo. Por lo general, se olvida que el descubrimiento -o el llamado descubrimiento- de la idea de que una forma de energía se transforma en otra es un caso notable de cómo una visión de mundo puede, en ciertas circunstancias, articularse como una verdad establecida, invisibilizándose el contexto de origen. Tom Kuhn escribió un artículo maravilloso en el que analiza la interconversión de la energía como un caso de descubrimiento simultáneo, mostrando cómo, en un período de tres años, muchas personas se tropezaron con la misma idea; la idea que puedes tomar luz o electricidad y, de alguna manera, identificar un factor de interconversión con el calor u otra forma de energía. Ahora bien, es un hecho histórico que muchas personas en Europa descubrieron, al mismo tiempo, que se podía definir el factor de intercambiabilidad. Es lo que se estaba buscando en aquel entonces. Pero, fruto de lo anterior, se elabora un significado operacional preciso. Así, por ejemplo, tantas calorías se puedan convertir en tantos voltios, o lo que sea. Se establecen relaciones precisas. El modo en que esto se interpreta es un asunto completamente diferente. De hecho, el ambiente o contexto cultural de fines del siglo XIX, permitió pensar el intercambio de las distintas formas de estas fuerzas que llamamos energía -su posibilidad de transformación- por medio de un concepto unificado de la energía como sustancia fundamental de la cual está hecha el universo. Se trata de una formulación metafísica muy atractiva, ni más ni menos que eso. De hecho, por ejemplo, en las conferencias de Feynman sobre física publicadas en 1965, él no tiene ningún reparo en decir: En realidad, no sé qué es la energía, no tengo ni la más mínima idea. Lo único que sabemos es que tenemos un marco comprensivo que nos resulta muy útil para observar diferentes formas de medición -diferentes fenómenos- y constatar que se pueden convertir unos en otros por medio de ciertos factores cuantitativos. Así que me quedo con eso. Pero no me pregunten qué es la energía. No tengo la menor idea. Cuando los buenos tecnólogos olvidan este aspecto central establecido por Feynman y siguen adelante con la idea de que el universo está fundamentalmente constituido por energía, declaran, desde su mirada cuantitativa, que tenemos una crisis energética. Yo sostengo que no tenemos una crisis energética. Lo que tenemos es una crisis de nuestras ideas acerca de la energía. Obviamente, una vez más, estoy siendo unilateral en esto. Se puede argumentar desde otro lado. Pero no lo haré.

Ahora bien, ¿qué tiene que ver todo esto con Chile? La relación con Chile radica en que la Guerra Civil me mostró, de manera vívida, que las epistemologías no son algo abstracto de lo cual deban preocuparse sólo los historiadores de la ciencia. La epistemología crea el tipo de mundo en que vivimos y los valores que profesamos. No reconocer que construimos este mundo desde una epistemología es incluso más peligroso que cualquier debate encendido entre filosofías opuestas. He querido mostrar esta cuestión a partir del ejemplo de la energía.

En este punto, el asunto se vuelve personal. Chile representó para mí un aprendizaje en medio de una transformación social traumática. Sólo entonces estos hechos se tornaron evidentes; al menos, esa fue mi lección de todo lo ocurrido. Para mi sorpresa, cuando dejé mi país me di cuenta de que lo ocurrido en Chile había adquirido cierta connotación mítica; se había convertido en una especie de paradigma. No podía entender por qué había tantas personas interesadas en esos acontecimientos hasta que comprendí que movilizaban un significado conciso, que resultaba válido para muchas situaciones similares a nivel local, nacional e internacional. Una amiga me regaló hace poco un libro de poemas sobre Chile titulado For Neruda, for Chile. Lo más interesante de esta obra no es lo que estaba impreso, sino lo que mi amiga escribió en la portada: No hay tal cosa como una historia personal. Esto parece ser muy cierto. La historia de cualquiera puede convertirse en nuestra historia, y algunas de ellas tienen mayores resonancias que otras. Creo que esa es la razón por la cual no parece un sinsentido hablar de algunas de las experiencias en Chile.

Chile es un país extraño. No lo puedo separar de su paisaje. Se va a Chile para encontrarse en medio de una montaña y el borde del mar. No puedes escapar a la sensación inquietante de estar colgado casi de la nada, con unas 200 millas para desplazarse entre lo uno y lo otro. Siendo, al mismo tiempo, un país tan extenso, que recorre casi desde el Ecuador hasta la Antártica, da la sensación de habitar un largo pasillo. Eso le da a los chilenos un carácter un tanto diferente al de otros pueblos de América del Sur relacionados con los Inca (Perú, Bolivia, Ecuador) y también muy diferente al de los argentinos, fuertemente influenciados por los europeos. Argentina se parece más a los Estados Unidos que cualquier otro país de América del Sur. Los chilenos, por el contrario, son un pueblo retraído, algo melancólico, acostumbrado a la lluvia y al frío. Una de las cosas más impresionantes del país es el amor de los chilenos por la poesía. Por alguna razón, todo el mundo en Chile escribe poesía -o al menos la disfruta-, y los poetas son los grandes héroes nacionales. Nunca he estado en otro país en el que las obras de diez o doce grandes poetas se vendan junto con las revistas porno y el Pato Donald. Bueno, eso es una parte de lo que el país es.

En 1970 se produjo la célebre elección de Allende, el primer político marxista en ser ungido en elecciones libres. Quiero llamar la atención sobre el hecho que la elección de 1970 no puede tomarse de forma aislada, fuera de contexto, sino que debe inscribirse en un período extenso, de unos cuarenta a cuarenta y cinco años, durante el cual se fue gestando paulatinamente un movimiento obrero con una amplia base social. Al iniciarse 1970 Chile tenía, probablemente, la mayor fuerza laboral organizada en todo el mundo, al menos en términos cuantitativos. De manera efectiva, una buena mitad de los trabajadores eran parte de movimientos políticos activos y habían estado involucrados, durante años, en el movimiento obrero y en la acción sindical. En consecuencia, había un grado de sofisticación política que era poco común en América del Sur. Allende no fue un accidente, no fue un evento anómalo, sino el resultado de un proceso de larga duración y de extensa tradición.

Asumo que es muy difícil de transmitir lo que la elección generó entre nosotros: la sensación de que todo era posible. La noche de la elección, el 4 de Septiembre, recuerdo que todo el mundo se volcó a las calles; la gente saltaba de entusiasmo, como niños. Por cerca de dos horas se vio a aproximadamente 500.000 personas saltando como si fueran niños. Se respiraba un sentimiento de apertura, de tremenda esperanza.

No voy a hacer un análisis político de los tres años de Allende porque no podría hacerlo. No soy un cientista político. Hay otras personas que probablemente saben mucho más sobre eso que yo. Sí quiero trazar para ustedes algunos de los acontecimientos que se dieron durante esos tres años, la forma en que las cosas comenzaron a articularse y las fuerzas, internas y externas, que se impusieron.

A partir de la sensación de apertura y búsqueda, lo que comenzó a desplegarse fue una creciente polarización; una polarización que remitía al apoyo o al rechazo al movimiento, y no al gobierno en particular. Respecto de este punto, circula una falsa imagen con la que me he encontrado muchas veces. El gobierno era menos importante que los partidos que lo respaldaban; y esa coalición de partidos daba cuenta de la cultura política imperante. Allende no era un caudillo. No era un líder per se. Era la cabeza de una fuerza inmensa, de una coalición de partidos. Y eso fue lo que realmente pegó fuerte. De modo que la polarización giraba en torno a estar a favor o en contra de la Unidad Popular que representaba, en 1973, en torno a 43% de los votos. La Unidad Popular literalmente dividió al país en dos.

No puedo ser lo suficientemente enfático en señalar que el país se dividió en dos, literalmente. En el quiosco de periódicos, cada mañana, encontrabas un diario que decía «Está lloviendo», mientras otro consignaba «No está lloviendo»; «X es un hijo de puta» y «X es el rey del universo». Así era, literalmente. Apenas tres años antes, los mismos periódicos parecían razonables y concordaban en que una mesa es una mesa y el color azul es azul. En 1973, esto ya no era posible. No había acuerdo sobre ninguna materia, ni la hora del día, ni el color del cielo. Se había producido una división absoluta y radical. La vivencia de esa polarización habilitó la sensación entre las partes de que cada uno estaba en lo correcto y tenía la razón. La polarización instaló un sentido exacerbado de los límites y la territorialidad: Esto es nuestro, sal de aquí.

Para mí ese fue el momento en que las cosas comenzaron a tornarse muy, muy confusas. Empecé apoyando de manera entusiasta todo el asunto. Trabajé arduamente, al igual que muchas otras personas, haciendo lo que me parecía posible. No hice nada tan especial. Nunca fui un alto funcionario de gobierno. Participaba en el trabajo desde las bases. Ya durante el segundo año de gobierno comenzó a agudizarse la polarización y empecé a tener serias sospechas, a preguntarme si esto tenía sentido o no. No lograba convencerme que las personas al otro lado de la trinchera fueran tan malas, estúpidas, inmorales, feas y un largo etcétera, como se supone que debíamos creer. Había algo que no cuadraba en todo aquello. Y yo estaba muy, muy confundido; atrapado en el dilema de la lealtad con quienes sentía eran, esencialmente, mi gente, mis amigos que estaban en esto, juntos. No estaba dispuesto a abandonar el barco. Pero iba perdiendo la convicción y el compromiso con la defensa de todo aquello.

Ese era el estado en el que me encontraba a fines de 1973. Despojado de mi capacidad de comprensión de lo que estaba ocurriendo, me encontraba en la más extrema confusión. Lo único que me orientaba era, simplemente, el sentimiento de solidaridad. Me recuerdo caminando por la calles a principios de septiembre con una carga sobre mis hombros, supongo que como todo el mundo. Tenía la sensación de una condena inminente y ninguna comprensión de lo que estaba pasando. ¿Dónde había comenzado este proceso? No sé cómo decirlo de manera más elocuente. El entorno era absoluta y radicalmente caótico, en el sentido literal de la palabra. No había ninguna posibilidad de distinguir el orden o la lógica.

Llega el martes 11 de septiembre de 1973. No está lloviendo, aunque la radio dice lo contrario. Me despierto por la mañana, alrededor de las 6:30, para llevar a mi hija pequeña a la guardería y la radio sigue diciendo que está lloviendo, aunque no llueve. Pensé: estos tipos están locos. Cuando salgo de la casa para tomar el auto, un joven vecino cruza la calle y me dice: ¿No sabes? -No, no sé. Y sólo entonces me enteré de que la mitad de las estaciones de radio estaban tomadas por el ejército y que estaban difundiendo su decisión de derrocar al gobierno. Entonces recordé -qué estúpido yo- que la contraseña «está lloviendo» significaba que el golpe de Estado había comenzado. Me lo habían contado el mes anterior y lo había olvidado. Volví con mi hija a la casa y llevé a toda la familia donde el vecino de al lado, que era una persona muy tranquila. Yo partí a reunirme, como estaba convenido, con la gente con la que trabajaba en la universidad, para hacer lo que fuera que había que hacer. Se supone que en una guerra civil a todo el mundo se le asignan tareas determinadas. A las diez de la mañana, tres cuartas partes de las estaciones de radio ya están tomadas por el ejército. Estamos todos sentados esperando instrucciones para proceder. Pero las instrucciones no llegan nunca y nos quedamos ahí, todos con la misma sensación de condena inminente, sin dar crédito a lo que estaba pasando. La guerra es todavía un pensamiento abstracto, algo que no está sucediendo realmente. No hemos tenido todavía una guerra en Chile, nunca he visto una guerra. Nunca antes se ha visto al ejército en las calles. Sólo se ha visto que la policía es gente muy agradable. No hay marco de referencia. Todo resulta abstracto.

A las diez y media de la mañana, la mayoría de las estaciones de radio, a excepción de una, están ocupadas por el ejército. Se comienza a ver tanques circulando por las calles, camiones cargados con soldados conduciendo por la calle y aviones -aviones de guerra- sobrevolando la ciudad. A lo lejos, comienzo a reconocer el extraño sonido de las metralletas. A las once de la mañana ya sabemos que todas las secciones del ejército se han vuelto contra el gobierno, y los que no, han sido aislados. Sabemos que el Presidente ha decidido no rendirse y quedarse en el palacio presidencial, y que ha recibido un ultimátum antes del bombardeo. Entendemos que no hay vuelta atrás. Comienza el ruido de las balas que vuelan sobre nuestras cabezas, por lo que la guerra ya no es abstracta. Tiene un sonido muy concreto, el curioso silbido de la bala, que no se puede localizar hasta que ya pasó. Y seguimos sin tener instrucciones. Por lo que el dirigente local decide que debemos dispersarnos hacia lugares diferentes y ocultarnos hasta que recibamos indicaciones de qué hacer. Entonces partimos con otros cuatro amigos a escondernos y esperar hasta que se presente el momento de hacer algo. Nos toca caminar unas veinte cuadras hasta nuestro destino. Y en cuanto salgo, la realidad de la guerra se materializa. Veo un tanque derribando una pared en un fábrica que está ocupada por una veintena de personas con armas ligeras.

El tanque arremete y apunta hacia el interior por sobre la pared destruida. Puedo ver unas veinte o veinticinco personas, las primeras veinticinco o más personas para las cuales la polarización ya no es una idea abstracta. Se trata de veinticinco personas a las que puedo oír. Tengo miedo. Nunca he estado antes en un combate, apenas sé cómo usar un arma de fuego. A un par de cuadras de distancia de donde nos encontramos, un hombre corre por la calle hasta la intersección, y en cuanto llega a la esquina, veo venir desde el otro extremo a un soldado que lo acribilla a balazos. Entonces seguimos caminando y finalmente llegamos a nuestro destino.

A esas alturas, siendo la una en punto, el palacio presidencial ya ha sido bombardeado. Todavía podemos ver los aviones Hawker-Hunter sobrevolando, no sólo el palacio, sino otros lugares importantes de la ciudad. Y sabemos que nos sacaron el piso bajo los pies, que no tenemos ningún sentido de lo que está sucediendo. No hay instrucciones. No hay gobierno. Los militares, a quienes habíamos concebido hasta entonces como gente relativamente respetable, ya no lo eran. Recuerdo muy bien al soldado a quien vi acribillando a esa persona que corría por la calle, probablemente un joven de diecinueve años, proveniente de algún lugar del sur. Tenía el típico rostros del pueblo del sur. Con toda seguridad, de haberlo conocido dos meses antes en un bar, habría podido entablar con él una grata conversación, parecía un joven agradable. No podía tener más de diecinueve años. Y sin embargo, podía ver en su cara lo que yo nunca había visto: una extraña combinación de miedo y poder. Se trata de personas que no reconozco, cuyos rostros ya no reconozco. Nosotros estamos atrapados y sabemos que no hay esperanza. Si quieren perseguirnos con fusiles automáticos M-2, lo mejor a lo que podemos aspirar es a que no nos traten demasiado mal. Ya son las tres de la tarde y la ciudad ha sido vaciada. No hay nadie en las calles porque se ha impuesto el toque de queda. Lo único que se oye es el ruido constante de las ametralladoras, un sonido que nos acompaña durante las siguientes dos semanas, por lo que terminará siendo un sonido familiar para mí. Esperamos. No hay radio, no hay comunicación. Pasa la tarde del martes, miércoles por la mañana, la tarde del miércoles, el jueves por la mañana, la tarde del jueves. Se levanta el toque de queda. Y podemos salir. Pero esos días esperamos con la extraña sensación de no saber cuándo nos tocaría el final. En cualquier momento podían entrar y no habría un después. Se produjo una relación muy especial con la gente, sabiendo que podrías estar haciendo lo último que harás en tu vida o estar diciendo la última cosa que dirás. Y ¿qué dices? Pequeñas cosas tontas. Dibujas figuras en las ventanas empañadas.

Me había quedado sin piso. Nada a lo que aferrarme. Al mismo tiempo, ocurrió algo curioso y contradictorio. A medida que las cosas se pusieron cada vez más caóticas y se expresaba la realidad de la guerra, surgía en mí una claridad extraña y creciente, una extraña comprensión, que no puedo comunicar a cabalidad. Se podría calificar como un estado de ensoñación. Aunque, al mismo tiempo, era muy real. Encerrado en una pieza con otras personas, yo podía constatar, literalmente, que no eramos diferentes, nosotros y los militares. Yo podía reconocer que el ejército, que ese chico de diecinueve años acribillando a una persona, no era diferente de mí. De una extraña manera podía contemplar el asesinato con una sensación de hermandad. La polarización había dejado de ser la expresión de un lado y otro, para transformarse en algo que habíamos construido colectivamente. De manera muy concreta, era fruto de nuestra acción colectiva. A medida que esto se hizo más claro para mí, me di cuenta que cualquiera que hubiera sido mi postura, mis opiniones, y las opiniones de otras personas, las de los trabajadores y otros, todas eran fragmentos que constituían un todo, una especie de mandala de enfoques. De pronto se reveló la locura. Una locura total. Quiero decir, muy literalmente, como cuando alguien se vuelve loco, completamente trastornado, con el cerebro dado vuelta, de arriba abajo o de adentro hacia afuera. Bueno, esto era así, excepto que era todo un país o, al menos, toda una ciudad, sus tres millones de habitantes. Esa fue mi experiencia: constatar que tres millones de personas se habían vuelto locas de una misma manera. Podía ver la locura, el patrón colectivo del cual yo también era responsable, todo lo éramos; un patrón en el cual mis puntos de vista no eran más que piezas de un enorme rompecabezas para el cual realmente no tenía ninguna respuesta.

Y entonces, aunque parezca extraño, la noche del miércoles me rendí ante ese cuadro, me senté y escribí veinte páginas tituladas La lógica del paraíso, porque, por primera vez, me pareció que había una lógica. La totalidad tenía una lógica intrínseca que era esencialmente buena, en la medida que me permitía comprender, por primera vez, lo que era el paraíso. Sé que puede sonar extraño, pero eso es lo que sentí. Estando inmerso en ese contexto de caos total y asesinatos masivos, de allí emergía un entendimiento de algo completamente opuesto. Y yo estaba demasiado asustado, por decir algo, como para resistirme. De modo que se expresó en esas páginas.

Esa experiencia me fue dada, y con ella, he tenido que lidiar desde entonces. Me reveló la conexión entre visión del mundo, acción política y transformación personal. Se me reveló, en un modo que sabía sin saber, que comprendía vagamente sin haberlo experimentado, que a menos que yo fuera capaz de traspasar mi sentido de identidad y apego -mi identificación con lo que creía eran mis ideas, mis cosas, mi territorio, mis límites-, no tenía ninguna esperanza de entender qué diablos estaba pasando. Esto dio un vuelco radical a mi vida. Esa experiencia me señaló que a menos que incorporara un trabajo con la espiritualidad (lo que más tarde empecé a entender que era el sentido de las religiones) -a menos que construyera sobre esa base- simplemente no tendría esperanza de comprender. En mi vida, la práctica budista representa esa comprensión. No puedo separar esa práctica, ese trabajo de la contemplación de cómo mi conciencia y mis acciones se generan y operan, de la acción política y de mi comprensión del mundo. Supongo que es por esto que los temas epistemológicos me apasionan tanto. Porque la epistemología sí importa. Hasta donde yo entiendo, la guerra civil fue causada por una epistemología equívoca que le costó a mis amigos y a otras 80.000 personas que no conozco, sus vidas, la tortura.

Cuando digo que debemos incorporar en la conformación y la proyección de nuestras visiones de mundo la clara conciencia que se trata de una perspectiva, reconociendo su valor de marco relativo y buscando el modo de asegurar que se pueda desarmar lo construido, no se trata de una proposición abstracta. A menos que encontremos maneras de expresarnos que respondan a esos requerimientos, seguiremos dando vueltas en el mismo círculo. Si se puede hacer o no, no lo sé. Pero, de ser posible, ha de ser sin duda con un grupo de gente como éste. Tengo la profunda convicción que debemos buscar que nuestras opiniones políticas y nuestras proyecciones en el mundo se expresen en esta forma relativa, reconociendo que cualquier posición que adoptemos contendrá también su opuesto. Que, en última instancia, la acción política ya no puede pretender fundarse en la verdad. No puedo decir que mi posición política es verdadera en oposición a la tuya, que sería falsa. Cada posición política contiene elementos en los que se basa la verdad de los otros; nos vinculamos por medio de una pequeña danza. Ciertamente, se toma partido y eso está bien. Pero, cómo puedo realmente encarnar en mi acción el reconocimiento de la importancia de la otra parte y de la hermandad esencial entre dos posiciones; cómo puedo decirle a Pinochet: Hola hermano. La verdad es que no lo sé. No creo ser tan iluminado, para nada. Yo no sería capaz de hacerlo y reconozco que, en algún sentido, eso constituye una gran limitación. Debería ser posible, de alguna manera.

Quisiera terminar evocando una de mis principales preocupaciones. Ya no creo en la idea de una revolución cultural, en el sentido en que una forma de política, conocimiento y religión pueda ser sustituida por otra. Me interesa sí, colaborar en la creación de una forma de cultura, conocimiento, religión o política que no se conciba a sí misma como la sustitución de otra, en ningún sentido, sino que se proponga contener en sí misma formas para deconstruirse. Si no podemos llegar a ese punto yo, francamente, prefiero partir a esquiar.

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[1] Este texto corresponde a la transcripción de la intervención realizada por el neurobiólogo chileno Francisco Varela durante el mes de Junio de 1978 en el marco de la Conferencia de Lindisfarne, en Southampton, Nueva York. La charla fue traducida al español como parte del libro La ciencia del ser: las rutas de Francisco Varela editado por Adrian Palacios (a quien agradecemos la autorización para publicar el presente material con fines de difusión científica).

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