Sociología filosófica: Una Invitación

Debemos reconectar nuestras comprensiones sociológicas de la vida social con ideas filosóficamente informadas acerca de qué es lo humano, la humanidad y la naturaleza humana

por Daniel Chernilo [1]

Reader in Social and Political Thought

Loughborough University

 

Esta breve intervención es una invitación para el reencuentro de la sociología con la filosofía. En qué medida sus relaciones se han visto interrumpidas en las últimas décadas no es siempre la misma en diferentes contextos nacionales o regionales. Por ejemplo, la ruptura de tales vínculos es más pronunciada en la sociología de habla inglesa que en las de habla castellana, germana o francesa. Asimismo, el campo usualmente demarcado como «epistemología de las ciencias sociales» sigue siendo una forma en la cual ambas tradiciones todavía interactúan –aunque uno sospecharía que los científicos sociales prestan mayor atención que los filósofos a esa tradición.

Mi invitación lleva por nombre «sociología filosófica» y la defino como el intento por develar las concepciones (en su mayoría implícitas) sobre lo humano, la humanidad y la naturaleza humana que sustentan nuestro entendimiento acerca de la vida social. La principal fuente intelectual para esta idea de sociología filosófica proviene por supuesto de la antropología filosófica. Asociada originalmente con los nombres de Max Scheler y Ernst Cassirer en la Alemania de 1920 y 1930, la tradición de la antropología filosófica se dedicó de manera explícita al desarrollo de una comprensión general acerca de «qué es un ser humano». Para mis propósitos, la intervención más importante en este campo proviene de un pequeño libro escrito por Karl Löwith. Publicado inicialmente en 1932, Max Weber y Karl Marx comienza indicando algo que para nosotros es ahora evidente: Weber y Marx compartieron un interés por el auge y el funcionamiento contemporáneo del capitalismo moderno y ofrecieron interpretaciones radicalmente diferentes del mismo. Su originalidad científica, su sociología, se manifiesta en la forma en que su sofisticación histórico-conceptual terminó transformando completamente nuestra comprensión del capitalismo. Pero Löwith argumenta que dichas sociologías del capitalismo se encuentran, de hecho, basadas en un interés filosófico común que es el motivo último de su trabajo: qué significa ser humano bajo las condiciones de vida alienantes que impone el capitalismo moderno. Löwith sostiene que Weber y Marx fueron “esencialmente sociólogos, a saber, sociólogos filosóficos”, porque “ambos proporcionan –Marx directamente y Weber indirectamente– un análisis crítico del hombre moderno de la sociedad burguesa en términos de la economía capitalista, basándose en el reconocimiento de que la ‘economía’ se ha convertido en ‘destino’ humano” (Löwith 1993: 48, cursivas mías).

A medida que la antropología filosófica continuó desarrollándose tras la Segunda Guerra Mundial, se asentó la idea de que tal aproximación dual, científica y filosófica, es necesaria, y debe preservarse, en razón de la dualidad de la propia condición humana: los seres humanos son en parte organismos naturales controlados por sus impulsos, emociones y procesos adaptativos orgánicos al mundo, y también son en parte seres conscientes, que se definen por sus percepciones intelectuales, estéticas y por supuesto morales (Gehlen 1980; Plessner 1970). Un tema clave de esta antropología filosófica es la afirmación de que ninguna idea exclusiva de naturaleza humana es capaz de capturar definitivamente las características esenciales que nos hacen humanos; los seres humanos son fundamentalmente indeterminados en cuanto a su adaptación orgánica y ello explica el hecho de que las instituciones sociales y prácticas culturales son esenciales para la vida humana.

Una segunda intuición para justificar la idea de una sociología filosófica proviene de la conferencia dictada por Max Weber sobre la “Ciencia como Vocación”. Weber sostiene allí que la sociología puede hacer una contribución a los debates públicos al intentar descifrar la diversidad de implicaciones normativas en que se fundan diferentes opciones políticas. Para la sociología filosófica esta idea se traduce en la sugerencia de que los debates normativos en la sociedad –desde el aborto a la eutanasia pasando por las reformas migratorias y al estado de bienestar– están basadas en ideas de lo humano que nunca quedan articuladas completa o explícitamente. Toda sociedad tienen una pluralidad de ideas normativas y la mayoría de los sociólogos aceptan que una buena investigación de la vida social tendrá que ser capaz de decir algo significativo sobre cómo se actualizan estas ideas en prácticas e instituciones sociales: cómo y por qué algunas se prefieren por sobre las demás. Develar estas ideas de lo humano es importante porque los debates normativos nunca se terminan por desconectar de aquello que los mismos seres humanos consideran bueno o malo, justo o injusto. En las sociedades en que vivimos, los humanos se han convertido ellos mismos en los últimos árbitros de la normatividad. Por medio de su conocimiento empírico experto, la sociología puede brindar una mirada crítica sobre lo que está siendo propuesto en instancias particulares, tanto normativamente como en la práctica.

Reconocer la importancia de comprender las relaciones entre nuestras preconcepciones de lo humano y nuestras teorías explícitas de la sociedad no implica un retorno al «obstáculo epistemológico» antropocéntrico, a saber: no explicarás la sociedad a través de la acción de los individuos (Luhmann 2007). Se trata más bien de una invitación a reconsiderar la idea de que la vida social se basa en un hecho social fundamental: los seres humanos son capaces de tal existencia colectiva. Los humanos son seres que poseen continuidad de conciencia para verse a sí-mismos como sí-mismos a lo largo de su vida; los humanos son seres que negocian una multiplicidad de identidades, a veces contradictorias, que se reconocen unos a otros como miembros de la misma especie y también son seres que pueden crear e interpretar artefactos culturales. Fundamentalmente, los humanos son seres que pueden desplegar un sentido de auto-trascendencia de manera tal que son capaces de mirar el mundo desde el punto de vista de otra persona y, por tanto, de concebir nuevas instituciones sociales y principios normativos (Archer 2000; Arendt 1984; Parsons 1978).

Pero la corriente principal de la sociología contemporánea ha olvidado estos argumentos con demasiada facilidad. Su variante socio-constructivista trata erróneamente «lo social» y «lo humano» como un juego de suma cero (Foucault 1997), de modo que las nociones infladas de lo social no dejan espacio para una reflexión filosófica sobre las preconcepciones de lo humano. Al contrario, en la variante «combativa» preconizada por Bourdieu, las concepciones de justicia, legitimidad, equidad o democracia no necesitan ser incluidas como parte del mundo social debido a que los conflictos, el poder y las luchas bastan para dar cuenta de la ontología de lo social (Honneth 1986). La razón fundamental que explica tales defectos se encuentra en las deficiencias filosóficas de ambas posiciones: mientras el constructivismo no acepta ninguna forma de reflexión antropológica –Foucault la rechaza explícitamente en tanto motivo filosófico injustificado–, la sociología de Bourdieu utiliza una concepción extremadamente reduccionista de la naturaleza humana que se ocupa sólo del poder y la negociación estratégica. En efecto, esta forma de irracionalismo no es nueva y la encontramos presente en la sociología desde hace varias décadas (Bendix 1970): otros candidatos igualmente deficientes son las ideas esencialistas de «identidad» y «autenticidad» que figuran tan ampliamente en los enfoques postcoloniales e interseccionales (Connell 2007, Mignolo 2005). Se conforma así una suerte de distopía auto-cumplida de la propia sociología: aunque la mayoría de los sociólogos se preocupan de cuestiones normativas (por ejemplo, en relación a sus propias justificaciones acerca de por qué se dedican a la sociología), ello no se traduce en una necesidad por tomar en cuenta tales ideas normativas como parte de lo que es preciso explicar sociológicamente (Boltanski & Thévenot 2006).

La historia de la sociología está, por supuesto, llena de intentos por determinar el problema de las justificaciones normativas. Incluso si las cosmovisiones religiosas no han perdido toda credibilidad en la sociedad contemporánea, nuestras convicciones cosmológicas ahora coexisten con una amplia gama de justificaciones en competencia cuya mayor o menor (ir)racionalidad se disputa fervientemente. También hemos sido testigos de la apelación a ideas teleológicas de progreso secular y su creencia en el poder normativo de la historia: desde esta perspectiva, las justificaciones de los aciertos y los errores del pasado y del presente han de evaluarse a partir de su promesa por un futuro mejor. Y la sociedad misma se había postulado como una fuente de integración normativa. Pero dado que ella está también sujeta a cambios históricos y culturales permanentes, la «sociedad» fue igualmente débil en su tarea de proporcionar justificaciones normativas estables. La ambivalencia de las apelaciones normativa a la nación en la modernidad, y la necesidad de defender a las minorías de los cuestionables deseos mayoritarios de «la nación», ilustra bien este punto (Chernilo 2007; 2010).

Las ideas de humanidad ciertamente están construidas socialmente y ellas mismas han ido cambiando con el tiempo (Fuller 2011). Cuando tanto la religión como la historia y la sociedad se encuentran en problemas para fundamentar justificaciones normativas, podemos entonces preguntarnos si la definición de las características antropológicas de nuestra especie puede hacer este trabajo –y esta es la ruta que la sociología filosófica busca explorar (Chernilo 2014). Para ser más precisos, me parece que una fortaleza clave de la sociología filosófica radica en su capacidad para tomar en serio la capacidad humana de reflexionar sobre lo que hace de ellos el tipo de seres que realmente son. Los argumentos antropológicos siguen siendo la mejor opción en este caso ya que nos permiten considerar, simultáneamente, que las posiciones normativas sólo son actualizables en la sociedad, requieren del consentimiento libre de los mismos individuos, y su fuerza vinculante permanece apegada con algunas de las características estables que todos los humanos poseen en tanto seres humanos (Chernilo 2017). En efecto, esta es precisamente la razón por la que reivindicamos que los derechos humanos deberían ser respetados bajo cualquier circunstancia incluso en contra de la misma voluntad de la sociedad (Habermas 2010; Joas 2013).

A pesar de sus pretensiones de originalidad e intuiciones que intentan dar sentido a un nuevo mundo todavía en ciernes, las corrientes más recientes del pensamiento post-humanista también están supeditadas a los modos y deficiencias que he venido describiendo (Braidotti 2013, Haraway 1991). Este género está constituido por su propia combinación de argumentos, en parte especulativos y en parte empíricos, que se hacen eco de las anteriores críticas del humanismo. De hecho, sus problemáticas fundamentales siguen siendo exactamente las mismas a las que han atribulado a las generaciones anteriores, a saber: cuán abierta a la manipulación social se encuentra la naturaleza humana, en qué medida la evolución de la tecnología moderna pone fin al ser humano tal y como lo hemos conocido hasta ahora, y se preguntan incluso si la idea misma de humanidad no es más que una simple ilusión breve y perniciosa. Dentro de la corriente principal de las ciencias sociales contemporáneas, Bruno Latour ha presentado argumentos similares acerca de la necesidad de una ontología completamente nueva que nos permita prescindir de la distinción entre humanos y no-humanos (ello, a pesar de que el resultado filosófico de su investigación sea una ontología incluso más reduccionista que sólo admite la existencia de redes). Sugiero entonces «invertir» esa pretensión de novedad –y no sólo porque no hay nada menos original que pensarse como radicalmente original. El punto fundamental que estas posiciones pierden de vista es precisamente que la orientación normativa de su búsqueda es paradigmática de la frustración fundamentalmente humana con la pregunta inevitablemente frustrante de ¿qué es ser humano? Cuando la literatura post-humanista rechaza el «fundamentalismo» en que se sustentan las ideas «humanistas» tradicionales, ellos utilizan el término para indicar exactamente lo mismo que en la década de 1960 se consideró como pensamiento «burgués» o «ideológico» y que en la década de 1920 fue tratada como posiciones `metafísicas´ injustificadas. Por el contrario, lo que realmente sucede es que sus ontologías de lo social se sustentan en una visión superficial o reduccionista de lo humano.

Este anti-humanismo es tan convencional como defectuoso: confunde el «humanismo», en tanto «ideología colonial» de Occidente, con la reflexión legítima sobre los fundamentos antropológicos de la vida social y, en la medida que intenta deconstruir las inconsistencias de tal ideología, no tiene ninguna dificultad en apelar ubicuamente a los valores humanistas tradicionales (solidaridad, emancipación, subjetividad) para la justificación de sus propias posiciones. Sus exploraciones de los límites y excepciones del «antropocentrismo occidental» son potencialmente iluminadoras, pero hay algo profundamente elitista cuando éstas se proclaman como una «defensa» de los desplazados del mundo que, literalmente, ponen en juego su vida por los mismos valores e instituciones humanistas que con tanta arrogancia están siendo descartadas allí: el derecho al trabajo, a condiciones de vida decentes, a la igualdad ante la ley. En el viejo debate sobre el humanismo entre Sartre y Heidegger, todas las lecciones importantes se han aprendido en un sentido equivocado: las sensibilidades profundamente humanistas del primero, aunque imperfectas, son malentendidas, y en su lugar se prefiere la intoxicante arrogancia del segundo (independientemente de lo nefasto de sus propias convicciones políticas y normativas).

El punto fundamental sigue siendo que la necesidad de una «revolución copernicana» en que los seres humanos dejan de ponerse a sí mismos en el centro del universo es ella misma una de las mayores realizaciones de la historia de la humanidad (Bachelard 2002; Blumenberg 2015). Si el actual descentramiento del antropocentrismo pretende llegar a ser sociológicamente fructífero, tenemos que aceptar el hecho de que este descentramiento tiene un límite y no es completamente reversible: la ciencia, el derecho y la filosofía, las mismas que ahora reflexionan sobre el medioambiente, los animales y los cyborgs, siguen siendo una realización íntegramente humana de los miembros de nuestra especie que ahora demuestran una mayor sensibilidad hacia esos temas y seres vivos.

Si el argumento que he hecho hasta aquí tiene sentido, debiera quedar claro que una reflexión de este tipo no es una tarea que la sociología pueda cumplir por sí sola. Dada la densidad histórica, moral, científica e incluso teológica de nuestras concepciones sobre lo humano, para que la sociología prosiga con esta tarea necesita reconectarse con la filosofía. Un aproximación dual, tanto científica como filosófica, es necesaria porque refleja de mejor manera nuestra propia condición humana. Y la capacidad altamente sofisticada de la sociología para explicar empíricamente las tendencias más importantes de la sociedad contemporánea resultarán ser esenciales en un proyecto de ese tipo. Debemos reconectar nuestras comprensiones sociológicas de la vida social con ideas filosóficamente informadas acerca de qué es lo humano, la humanidad y la naturaleza humana.

Después de una larga historia en donde la sociología intentó diferenciarse a sí misma de la filosofía con el fin de asegurar su estatuto científico (Lepenies 1988), ahora ella necesita nuevamente de la filosofía. Pero la idea de sociología filosófica por la que abogo no es ni un sustituto para la investigación empírica de la sociología ni una disolución filosófica de la sociología (Chernilo 2011). Esta sugiere más bien que los rasgos antropológicos comunes que nos definen como miembros de la misma especie crean las condiciones para que la vida social se desarrolle sin que esta humanidad común sea capaz de actuar directamente sobre la sociedad (Chernilo 2017). Ella es también la base desde la cual emergen las ideas de justicia, personalidad, dignidad y vida buena (Chernilo 2013). Estas son irreducibles a factores materiales porque su valor normativo se refiere y, por tanto, depende de nuestras concepciones acerca de lo que es un ser humano. Sin arrogancia disciplinaria ni parroquialismo, un nuevo trato entre sociología y filosofía puede adoptar la forma de un proceso de aprendizaje mutuo entre las diferentes pretensiones de conocimiento en que se sustenta cada una: la vocación empírica de la sociología, en tanto intenta capturar la complejidad de la sociedad contemporánea, y el tipo de preguntas últimas que todavía asociamos con lo mejor de la tradición filosófica. Lo que está en juego aquí es el hecho de que mientras la sociología continúa planteando las grandes preguntas sobre la vida en la sociedad –los poderes de la agencia, las relaciones entre naturaleza y cultura o la dialéctica entre dominación y emancipación– estas son todas preguntas que también la trascienden: las buenas preguntas sociológicas son siempre, en última instancia, también preguntas filosóficas.

[1] Este texto apareció originalmente en el boletín de la Asociación Europea de Sociología (2015). Agradezco a Dusan Cotoras por la versión inicial de la traducción de este texto. Las modificaciones, errores y omisiones son de mí responsabilidad.

3 comentarios

Juan Antonio flores 12/12/2017 Contestar

Muy interesante

luis 10/23/2019 Contestar

es muy amplio y poco entendible, se va demasiado por las ramas………..en vez de ir al asunto y a la esencia misma

Luis Fonseca 01/01/2021 Contestar

Tal y como está expuesto, parece un programa de trabajo muy prometedor y necesario. Seguiremos los avances.

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