Por Hugo Cadenas
Doctor en Sociología, Ludwing-Maximilan-Universität, Munich.
Profesor de la Universidad Autónoma de Chile, de la Universidad de Chile, además de Editor de la Revista MAD.
Cuando se observa y describe la sociedad desde una perspectiva sistémica, si bien se amplían los horizontes de explicación de lo social, sus puntos de apoyo carecen muchas veces de conceptos provenientes de tradiciones teóricas más antiguas. Ante esto, los paradigmas clásicos tienen la ventaja. Pueden ahorrarse los prolegómenos y propedéuticos, pues sus conceptos y prácticas se hallan ya sedimentados en los mundos de la vida de nuestras comunidades, existen hermeneutas autorizados de estas tradiciones e incluso instituciones que destacan por atesorar estos legados. Muy poco de esto figura en el patrimonio de las teorías sistémico-sociales.
A esta peculiaridad hay que sumar que uno de los terrenos más inhóspitos para el pensamiento socio-sistémico contemporáneo –y que, en otras tradiciones goza de plena centralidad- tiene que ver con la posición moral y la ética que puede fundar esta perspectiva o que puede edificarse con base en ella. Aunque uno piense inmediatamente acá que el culpable de todo esto tiene nombre y apellido, pues fue quien ubicó al ser humano en el entorno de la sociedad, tratando de superar un obstáculo autoimpuesto, lo cierto es que el problema es bastante más antiguo. Se encuentra ya en el segundo Parsons y su concepción de lo humano, criticada con dureza por Harold Garfinkel (2006) –uno de sus discípulos-, como la imagen de un perfecto “idiota cultural”.
El intento más sistemático por encauzar la moral dentro de la sociedad es, a pesar de todo, del propio Parsons. Es él quien funde ética y moral en una sola dimensión, pues ambas no serían otra cosa que las dos caras del fundamento mismo de lo social, esto es, lo normativo. Si se opta por llamar a esto ética o moral, dependerá, para Parsons, de la tradición escogida: o la moral de Durkheim o la ética de Weber.
Desde la publicación de La Estructura de la Acción Social en 1937, hasta sus últimos trabajos en los años setentas, Parsons desarrolló con maestría una teoría de la acción humana de manera paralela a una concepción de la sociedad como sistema, sin embargo, la síntesis entre estas dos teorías nunca se completó del todo.
Gran parte de la disputa entre los dos mayores continuadores de su obra, Niklas Luhmann y Jürgen Habermas, se erigió sobre este farragoso legado del maestro de Harvard.
Así, Habermas, más cercano a los trabajos sobre la acción humana, empleará diversas herramientas parsonianas en su afamada teoría de la acción comunicativa. Por razones de tiempo, no puedo explayarme sobre este punto acá, pero vale la pena mencionar que sus tres pretensiones de validez de los juicios son prácticamente una traducción de los tres modos de orientación de la acción de Parsons y que la estructura del mundo de la vida se vale de la triada sistémica parsoniana detallada en la segunda exposición completa de su pensamiento de 1951: El Sistema Social.
Luhmann, en cambio, decidió el camino menos seguro. La teoría sistémica fue para él el reto mayor a superar. Su radicalidad en lo sistémico y lo comunicacional despeja toda sospecha de un posible revival accionalista de la obra de Parsons. El desafío de Luhmann fue, en cambio, la fundamentación de un sistema social sin anclaje en acciones humanas.
Volvamos a Parsons. Toda su teoría de la acción humana, desde el voluntarismo de 1937 al culturalismo más radical de los setentas, se sostiene sobre la base de una antropología kantiana, donde el ser humano se define por tres características: razón, voluntad y norma. Así, ni la más pasiva razón analítica ni la más inquieta actividad sintética podrían realizarse sin la voluntad humana. Por otra parte, sin racionalidad, la voluntad sería mero capricho insaciable y carente de todo horizonte de bien universal. Sólo se llega a lo normativo cuando la voluntad humana se somete al juicio de la razón y se hace “buena voluntad” que busca siempre el bien absoluto, a pesar de no poder alcanzarlo en todos sus actos. Esta es la programática kantiana.
La afinidad de Parsons con estos principios es evidente. La antropología parsoniana define un ser humano en un mundo que éste distingue, desea y evalúa. Cognición, catexis y evaluación, siguiendo su terminología. Así, arrojada al mundo, la criatura humana sería en sus primeros momentos un mero plexo cognoscitivo-catéxico carente de moral. Un ser que distingue y desea. Un animal. Pero el ser humano crece, se socializa con sus pares y aprende. Sobre todo, aprende normativamente, es decir, aprende a desplazar temporalmente la gratificación que le produce aquello que distingue y desea. Diríamos con Kant: aprende a esperar.
En esta socialización, el ser humano descubre que hay otros que también distinguen y desean, y que la manera menos trabajosa de alcanzar sus objetivos es mediante normas que estatuyan modos diferenciados de gratificación. Así, paso a paso, puede llegar a convertir su máxima individual en principio colectivo, esto es, elegir la norma –o variable-patrón- universalista por sobre la particularista.
La fuerza invisible que mueve el cosmos de la acción humana es el movimiento incesante provocado por los complejos cognoscitivos-catexicos humanos que, si bien pueden, en ocasiones, chocar entre sí, más regularmente se coordinan normativamente para mantener al sistema en perpetuo equilibrio. Al menos, esta sería la tendencia deseable para Parsons. Lo normativo es, entonces, necesario y omnipresente en todo sistema social, pues de lo contrario, caería inevitablemente en el caos y la desintegración.
Resulta evidente que, al eliminarse el primum movens humano, como hace Luhmann, desaparece por completo el fundamento antropológico de la normatividad social: la ética o la moral. Pero si esto se pudiese hacer, ¿qué habría que poner en su lugar? ¿a un espíritu absoluto, como en Hegel? ¿a un ente exánime como un sistema?
La respuesta de Luhmann es: comunicación. Es decir, la unidad de lo múltiple, lo que emerge de la observación de la observación en al menos dos perspectivas enlazadas y que se toman en consideración. Pero no hay acá sujeto trascendental que dé la bienvenida a otro, ya sea para imponer su voluntad o acatar la ajena, sino sistemas cerrados que procesan acontecimientos de manera autónoma. Ni siquiera vale la analogía con las mónadas de Leibniz, pues los sistemas no reflejan el mundo ni son instrumentos de la armonía universal. Para el horror panteísta, son contingencia pura.
Despojada de su motricidad humana, la norma ya no podría fundarse en la acción, es decir, en la constelación de cogniciones, catexis y evaluaciones. Tampoco podría ser una manera de expresar juicios de verdad, veracidad o rectitud en el marco de acciones comunicativas. Para Luhmann las normas son expectativas que se forman en sistemas sociales para resistirse al aprendizaje. Su validez se pone en juego constantemente en eventos comunicativos concretos y su eficacia depende de lograr motivar la evitación de posibles desventajas derivadas de la elección de la alternativa contraria a la norma.
La moral y la ética, en cambio, se ubican en la dimensión temática de la comunicación. En el caso de la moral, como una codificación del mundo en dos polos opuestos y la ética como una teoría de reflexión acerca de dicha codificación.
Primero, veamos qué es la moral. De acuerdo con Luhmann, la moral consiste en un esquema de observación de la sociedad que apunta a los seres humanos como personas dignas de aprecio o menosprecio. Ese sería su único fundamento humano. Al tratarse de un esquema socialmente generalizado, la moral no puede evitar el universalismo, esto es, involucra al hablante y al oyente en sus juicios.
Con comunicación moral se exponen al menos dos perspectivas de personas que se incluyen en una codificación del mundo que pretende universalismo, pero que carece de medios para confirmar su construcción. Ese es su mayor déficit. El triunfo del derecho, por ejemplo, consiste en codificar eventos y no personas. Los problemas morales modernos derivarían de una recodificación demasiado amplia de la moral en eventos correctos/ incorrectos, la cual se diluye en codificaciones jurídicas, religiosas, familiares o escolares, las cuales tienen la ventaja de una tecnificación organizacional para reducir la complejidad del mundo.
Evidentemente, me he referido a la moral desde un punto de vista puramente formal. Como código. Lo que podríamos llamar la materialidad, el contenido de la moral, es materia de la ética. Como la dogmática o la jurisprudencia que reflexionan sobre las normas y decisiones jurídicas, la ética es la reflexión del código de la moral. En ella se diferencian internamente sus criterios, lo que haya de probarse en cada caso, el compromiso, etc.
Para Luhmann, la moral habría sido la gran perdedora en el tránsito a la diferenciación funcional, pues las instituciones sociales que le servían de sustento elaboraron sus opciones con otros códigos. La revolución protestante presionó a la desmoralización universalista de la fe y su relegación al reino privado de los valores. Las revueltas campesinas aplastadas por los príncipes europeos –con la venia de un Lutero, quien condenó a los insurrectos, literalmente “mojando su pluma en sangre”- y antes que esto, las denuncias del padre Bartolomé de las Casas sobre los abusos con los indígenas en América, mostraron lo inadecuado de entender el ejercicio del poder como una virtud individual o colectiva. La semántica de las “buenas familias” hoy sirve más como ironía que como descripción y difícilmente se pueda mantener que las páginas sociales de la prensa sean el modelo estético y moral de la sociedad. Sin religión, sin las instituciones de la eticidad –como gustaba llamar Hegel- de la familia, la sociedad civil y el Estado, la moral queda sub-especificada y su código carece de fuerza para la inclusión o exclusión social, que sí tenía en sociedades estratificadas o segmentadas.
Por supuesto que esto no puede llevarnos a considerar que la indiferenciación de la moral significa irrelevancia social. La teoría de la diferenciación funcional describe la formación histórica de un cosmos de comunicaciones sociales codificadas y universalistas que, cada una, construye un mundo a su manera y las cuales se superponen a los cosmos precedentes estratificados o segmentados. Lo moral hoy en día escurre por todos lados. En la protesta, en la interacción cotidiana, en la política, el sermón o el humor. La moral alarma, moviliza, agrupa, etc., pero no es capaz de asentar su código sin la ayuda de otros sistemas.
Cuando Luhmann desplaza a la moral desde los sistemas personales y sus normas internas hacia los sistemas sociales, el problema moral se desenvuelve en un plano totalmente distinto. Ahora se trata de considerar el punto de vista ajeno y decidir sobre la base de dicha consideración. No de encontrar en la introspección subjetiva, o en el trato con los hombres, a los criterios morales para decidir correctamente, sino de asumir el riesgo que implica considerar que los demás también deciden moralmente con criterios correctos o incorrectos. Entonces, las decisiones propias o las del compañero en la interacción, en la organización, en la intimidad o los espacios compartidos aparecen en un horizonte de libertad altamente contingente.
En el reino social de la moral, la complejidad del mundo aparece bajo la forma de libertad humana y el sistema social se diferencia en torno a un problema mucho más básico y mundano que aquél de la filosofía de los valores privados o públicos. El problema es si vale la pena otorgar confianza.
De acuerdo con Luhmann (2005), la confianza es un medio para hacer frente a un déficit de información para tomar decisiones. Es decir, se forma cuando no se cuenta con tiempo, modelos sociales o contenidos suficientes para decidir acerca de un curso de acción. A partir de esto, resulta evidente que, en una vida llena de situaciones de decisión, la confianza debe aumentar enormemente y elevar así la complejidad social a umbrales de mayor improbabilidad. Se debe tolerar la falta de información y ajustar las acciones y vivencias al formato de las expectativas, lo cual implica organizar información para situaciones desconocidas con fórmulas más o menos conocidas. La moral es una de esas fórmulas.
La moral hace probable depositar confianza en que los demás van a preferir la alternativa de comportarse correctamente, incluso si éstos son desconocidos. No importa si se trata de conformistas o desviados, incluso ellos tienen su propia moral. Por escasa que sea la tecnificación de su código y por evidente que sea su fragilidad ante las decepciones, la moral permite reducir la experiencia social a un formato manejable y dejar que la producción consciente de información sea reservada para situaciones más demandantes. Este es un logro moderno que no debe ser menospreciado. Hay que imaginar cuán improbable sería decidir viajar en un medio de transporte público atestado de desconocidos, apoyándose únicamente en expectativas jurídicas abstractas y que probablemente muy pocos conocen, para darse cuenta inmediatamente de la vigencia del sistema moral.
Se debe reconocer, sin embargo, que la codificación moral no puede sostener el orden social. Las normas jurídicas, la verdad científica, el poder, la cultura, el comercio, el arte y otras formas más diferenciadas se toman la palabra cuando se trata de la codificación de lo correcto y lo incorrecto. La forma no tiene mecanismos propios para motivar la aceptación de uno de sus lados (a menos que se acepte la cuestionable tesis de Parsons que el defraudar a la comunidad de referencia puede ser generalizado como una sanción negativa). La fragilidad de la moral no radica en la relativización cultural de su código, es decir, en darse cuenta que en otro lugar las cosas pueden ser totalmente distintas a lo conocido, pues esta culturización es propia de toda experiencia moderna del mundo, sino que la fragilidad se debe a la ausencia de un medio simbólico o un sistema diferenciado en su función. Las razones de esto son materia de una investigación histórica que ha de quedar pendiente.
No podría dar por cerrado el debate sobre la moral social con esta reflexión tan preliminar. Es evidente no he hecho más que una exploración a tientas en un terreno aparentemente bien conocido, pero poco cartografiado. La relación entre confianza y moral, la codificación práctica de la moral y los mundos de la vida modernos, su vigencia en grupos sociales y sus codificaciones, los modos de decisión moral en organizaciones, son temas que ameritan algo más que una breve exposición como ésta.
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* Ponencia presentada en la Mesa 1: La teoría de sistemas sociales y sus perspectivas para la observación del fenómeno político contemporáneo del II Congreso Latinoamericano de Teoría Social. Buenos Aires – Argentina (2-4 Agosto 2017).
2 comentarios
Excelente Material!
Me ha servido para preparar mi clase de Etica y Derechos Humanos
El tema se aborda de manera muy clara. Habría que añadir que para Luhmann (2005) la confianza es un sistema social que se rige por sus propias reglas y que está en constante interacción con el entorno (por definición de sistema), por tanto, una relación social con la moral implicaría un tipo de asociación igualmente frágil. Posiblemente, la pretensión de validez de juicios morales como la basada en la ética discursiva de K. O. Apel, podría contribuir a esclarecer la manera en que puede operar la moral en el contexto de la comunicación.