Latinoamérica entre disensos y consensos, nuevos abordajes en la sociología jurídica por Raffaele de Giorgi

 

 

por Raffaele De Giorgi

Director del Centro de Estudios del Riesgo

Universidad del Salento

Se nos pide pensar en América Latina y se nos pide observar América Latina entre disensos y consensos. Porque los disensos y los consensos ponen de manifiesto las contingencias y ocultan las latencias sustrayéndolas a la observación, nosotros afrontaremos nuestro tema, intentando observar las latencias y volverlas visibles. De esta manera podremos comprender las raíces y la naturaleza de los disensos y los consensos. Y más aún: ya que en el pensamiento contemporáneo, la idea generalizada es la de que el consenso es racional, vamos a intentar describir las raíces coloniales de la razón del consenso que se manifiestan en la represión de la razón del disenso. Y porque el carácter colonial de la razón del consenso se oculta en la forma a través de la cual en América Latina el sistema del derecho se acopla con el sistema de la política, vamos a intentar describir cómo la investigación sociológica sobre el derecho pueda abrir caminos cognoscitivos útiles al develamiento de la latencia.

I

En la distinción entre consenso y disenso, el primer valor, el consenso, tiene una posición privilegiada. Se trata de una colocación que todavía es tratada como un presupuesto sobre el cual reina un consenso general. La distinción entre consenso y disenso es representada de modo tal que al disenso se le atribuya siempre una posición negativa, se dé la connotación de una expectativa decepcionada, se dibuje el rostro de una negación, el carácter de cualquier cosa que exprese un negar. El consenso, en cambio, incluye en sí mismo el concepto de un estatus positivo, de una conclusión preferencial de un recorrido semántico; el concepto de cualquier cosa que se debe alcanzar, que se justifica per se.

Esta representación del consenso no opera sólo en el universo de la política, como sería comprensible, dado que para la política el consenso es un recurso útil. La representación del consenso como condición preferencial opera también al interior del pensamiento jurídico, al interior de las técnicas de argumentación jurídica, de la teoría constitucional e inclusive al interior de la teoría del conocimiento. Esta moderna, diríamos actual, colocación privilegiada del consenso no puede ser confundida con ninguna de las viejas filosofías del orden que se difundieron en el mercado de las ideas al inicio del siglo pasado, ni tampoco puede ser confundida con las teorías sociológicas que se ocupaban de la construcción de modelos de integración social y que se difundieron alrededor de la mitad del mismo siglo. La idea moderna de consenso, de la cual hablamos aquí, tiene origen, decimos así, más nobles que aquellos de los que derivan las filosofías del orden y las teorías de la integración; al mismo tiempo, sin embargo, ella tiene raíces más miserables.

Consenso viene tratado como resultado de un acuerdo: no de un simple acuerdo, sino de un acuerdo racional, como manifestación de una adhesión a la cual se arriba siguiendo un largo camino en el cuál se es asistido por la razón, como el lugar de una convergencia. Y en esta suposición, en este lugar del converger, en este presentarse como el lugar de la indiferencia racional respecto de todo rumor externo, el consenso adquiere la dignidad aristotélica del bien. Ello se transforma en una particular especificación moral de la razón: ello es el límite moral de la razón, precisamente. Ello condensa en sí el núcleo de la vida buena. No de la vida buena de los individuos, sino de la vida buena de la sociedad. El bien es, al mismo tiempo, resultado y presupuesto del consenso: a ello se arriba en base a procedimientos racionales, esto es en base a procedimientos sobre los cuales el consenso es presupuesto, precisamente, porque son racionales. Lo preferible del consenso, entonces, está en su racionalidad.

Ahora la razón del consenso no tiene más solamente los caracteres aristotélicos del bien: no es solamente una razón moral. El consenso, al cual se arriba en virtud de procedimientos racionales, es el consenso de la razón. El consenso, entonces, es la manifestación visible de una actitud racional de adhesión a la racionalidad de la razón. Este consenso, propiamente porque es racional, es también libre, naturalmente. Y aquí viene in mente una famosa nota de Marx, quien decía: y aquí hay libertad, igualdad y Bentham.

El pensamiento jurídico contemporáneo, los constitucionalismos, las nuevas retóricas, las teorías de la decisión y las nuevas construcciones de los viejos críticos, que ahora se llaman teóricos de la acción comunicativa, toda esta fioritura de elaboraciones de la reflexión contemporánea es atravesada y es tenida junto a este presupuesto de la racionalidad como requisito del acuerdo sobre el cual se realiza consenso. Aquello que es interesante en este inmenso empeño de la racionalidad es el hecho que ello se vuelve hacia el universo normativo, al universo del deber ser: su objeto no es aquello que es empíricamente observable, sino aquello que debe ser. Su objeto es el futuro, no la representación del presente o la reconstrucción del pasado

En los años más recientes el mercado ha sido inundado de teorías del acuerdo racional sobre valores, sobre principios, sobre normas, las cuales proveen sutiles y analíticas indicaciones sobre las tecnologías que permiten alcanzar aquél acuerdo. El consenso racional, consecuentemente, viene exhibido como fundamento de la validez del valor, del principio, de la norma.

Todo esto justifica la posición de privilegio del consenso. Y el privilegio que el consenso conquista en base a procedimientos racionales, naturalmente es ennoblecido por el privilegio genéticamente reconocido de la razón. Aquello que es importante es el hecho que el consenso es, al mismo tiempo, presupuesto y resultado.

Por otra parte, ¿cómo se puede negar consenso al presupuesto según el cual los derechos humanos son atribuidos a todos como reconocimiento de la humanidad de los individuos y, en consecuencia, al hecho de que por naturaleza cada uno es titular de aquellos derechos? Y ¿cómo se puede negar consenso a la racionalidad de la justicia de una decisión que el juez adopta luego de haber ponderado los diferentes principios que podrían aportar presupuestos útiles a la decisión? Y ¿cómo se puede negar que la dignidad del hombre es intocable? Y, de frente a un inmigrante, ¿cómo se puede negar consenso racional a la declaración de que hay ciudadanos del estado y no-ciudadanos del estado.

Y ¿cómo se puede negar que sea racional la decisión adoptada por los jueces constitucionales, los cuales se exponen en audiencias públicas en las cuales es escuchada la voz de lo que todos continúan llamando sociedad civil? En los Estados Unidos, donde estas teorías de la fundamentación racional de los principios, de las normas y de las decisiones, y consecuentemente de la construcción racional del consenso, son elaboradas y encuentran ellas mismas amplio consenso, los procedimientos que realizan los presupuestos del consenso son consagrados como democracia deliberativa. Esta moda se ha difundido rápidamente en América Latina, en Argentina, Brasil, Colombia y México. Y entonces, no debe maravillar si un teórico de la ponderación, el año pasado, en una conferencia, en Río de Janeiro, sin vergüenza por sus palabras, podía afirmar: se debe institucionalizar la razón! Escuchando aquellas palabras mi pensamiento corrió súbitamente a las páginas de una novela sobre la vergüenza, también ella alemana, pero lúcida y valiente: El lector, de Bernhard Schlink.

Esta idea de la razón del consenso no es ciertamente nueva. Sus raíces las encontramos ya en el iluminismo. Ella venía elaborada como el horizonte de la universal inclusión de los particulares en las posibilidades de la acción que son hechas posibles por la modernidad de la sociedad moderna. Con mayor precisión podemos decir que ella trazaba el horizonte del acceso universal a la comunicación social, precisamente, un espacio de visibilidad, una perspectiva de observación, una presencia de la representación, la posibilidad de infinitas determinaciones posibles de espacios reales, los cuales, tal como acaece en el horizonte, cuando son determinados, se alejan del horizonte que se aleja de su determinación. Aquella vieja invención está ahora plenamente realizada en sus consecuencias, las cuales han funcionado como premisas evolutivas de la sociedad moderna. Por esto decimos que se ha realizado en sus consecuencias. Solo algunas referencias, para entendernos.

A las adquisiciones evolutivas de la racionalidad de la razón puede ser atribuida tanto la semántica que recoge en sí los fundamentos jurídicos y políticos que han provisto legitimación a los largos siglos del interminable colonialismo, cuanto a la semántica de la autodescripción de la sociedad que se ha afirmado en los breves siglos de la existencia de los catálogos de derechos humanos; tanto la razón de las infames razones de las masacres del siglo pasado, cuanto que la razón de las razones autopunitivas de los horrores de su condena; tanto la invención del estado de derecho, cuanto la construcción de las barreras de los nacionalismos; tanto la gran e iluminada invención del derecho de la razón, cuanto el resultado de la elaboración racionalista del sistema del derecho positivo. El colonialismo fue la manifestación del imperio de la razón occidental, así como en la universalidad de los catálogos de derechos humanos se realizaba la razón de la negación del privilegio. Y si en las masacres del siglo pasado se realizaba la racionalidad exclusiva del Estado en la forma moderna de la razón de Estado, en la condena de los horrores se expresaba la racionalidad de la negación de la violencia así como había sido elaborada, precisamente, por un derecho natural de la razón.

No obstante las diferencias abismales que caracterizan estas tragedias de la historia y las concomitantes comedias del derecho y de la política, existe siempre una justificación inmanente que impone incluir todos aquellos eventos en el horizonte de la razón y de tratarlos como sus manifestaciones. Y el motivo es éste: a la autorrepresentación de la razón moderna, así como fue elaborada en el siglo XVII, le es inmanente el imperativo de la autoconservación, aquello que la tradición alemana llama Selbsterhaltung der Vernunft. Es un imperativo al cual la razón no puede sustraerse, porque ella no puede admitir la destrucción de sí misma. La razón no puede ponerse en duda: ella se debe afirmar. Si del punto de vista de la razón, la razón debe ser, porque ella es su propio inicio, desde el punto de vista de la historia, la razón es.

Es precisamente esta inmanencia, que es en consecuencia la inmanencia de la razón a sí misma, lo que constituye la paradoja de la razón, la cual al mismo tiempo debe ser y es. En otros términos la razón es la unidad de la diferencia de ser y deber ser. A la pregunta del protagonista de un famoso relato de Thomas Bernhard: ¿Es una tragedia? ¿Es una comedia? , la historia ha respondido; los teóricos del derecho y de la política, en cambio, buscan desesperadamente donde no hay nada, como escribía Saramago.

Ahora, no obstante, podemos comprender cuál es la función de la razón en la dramaturgia del consenso que se representa en el pensamiento contemporáneo. Ella permite observar los modos en los cuales son observadas las fronteras internas del sistema de la sociedad, los innergesellschaftliche Systemgrenzen; esto es: ella tiene la función de rendir posible la representación interna de la alteridad y entonces contenerla como alteridad, precisamente, de mantenerla más allá de las fronteras, de colocar la alteridad, en el ambiente, de aislar y excluir la otra parte de todos los sistemas sociales internos de la sociedad. Para hablar kantiano, que es pues la lengua que habla esta razón, como decía Nietzsche, en la política y en el derecho la razón conoce la frontera, la delimitación, aquello que Kant llamaba Schrank. Ella misma, sin embargo, es el límite (Grenze), en el sentido que “presupone siempre un espacio, que se encuentra fuera de un cierto y determinado lugar y lo incluye”: es aquí, en el límite, que la razón “se ve a sí misma completa, en su íntimo progreso”.

Como se ve, esta es una razón colonial, es una razón que es siempre racional. El consenso oculta la alteridad, le sustrae la palabra. Por esto, por usar una expresión con la cual Luhmann caracteriza a la opinión pública, el consenso es un símbolo de la intransparencia producida a través de la transparencia.

II

El disenso no es la razón del otro. El disenso no es otro bien. Él no es otro lugar de la convergencia. El disenso es la otra parte de la razón. Él es un no-lugar, es una no-convergencia. Disentir, en efecto, significar divergir. El disenso está más allá de la frontera y permanece más allá de ella. Respecto de la tecnología de la autolegitimación del consenso, el disenso tiene la función de proveer ulteriores elementos de visibilidad a la necesidad de reconocer la racionalidad del consenso: ya la misma formulación del disenso, su expresión como disenso, refuerza la circularidad del consenso, cierra sobre sí misma las operaciones comunicativas que la sostienen, confiere a la contingencia del consenso el carácter de una necesidad ligada al tiempo y a las circunstancias. El reconocimiento del disenso, en efecto, está siempre dirigido a la adquisición del consenso. El disenso es hecho posible sólo en la frontera, sólo si no toca la frontera, si no amenaza atravesarla: por otra parte sólo en la frontera el disenso se puede representar a sí mismo como disenso.

Más allá del confín desaparece, se disuelve. Y más aún: el disenso no puede recurrir a la razón para encontrar caminos racionales que legitiman la formulación del disenso como resultado de acuerdo y de adhesión racional. Esta posibilidad es excluida del carácter monopólico de la razón. El disenso puede tener razones, las cuales, a su vez, sólo si restan múltiples y diferenciadas, pueden pretender ser reconocidas como razones, precisamente, como exterioridad débil y local de la interioridad fuerte y universal de la razón. Las razones, de hecho, no tienen el carácter de la racionalidad, ellas son plausibles, aceptables, comprensibles: en otros términos, ellas deben su reconocimiento al hecho que son externas respecto a la razón y son colocadas, de todos modos, en un nivel más bajo respecto al nivel superior de la razón. Las razones pueden ser reconocidas como razones solo porque portan impresa esta inferioridad suya.

Los indios podían tener razones; los blancos, cuando actuaban como propietarios o como titulares del derecho de propiedad, incluso el derecho de propiedad de otros hombres, actuaban según razón: la razón del derecho, de la moral, de la religión. Y en efecto: por siglos, en las disputas sobre la naturaleza de los indios, la razón no figuraba entre las propiedades que les eran reconocidas a ellos. En consecuencia ellos podían ser objetos del derecho, no sujetos del derecho. Y todo esto es racional. De ellos podía ocuparse la piedad, que no es ciertamente racional, o en cambio la violencia de la punición que, en cambio, es racional, incluso hasta la destrucción material del objeto del derecho.

Y aún más: si la naturaleza racional del individuo presupone su libertad y el ejercicio de la libertad presupone un espacio de acción y el actuar puede ejercitarse a condición de que el particular sea autónomo y la autonomía presupone la propiedad, el catálogo de derechos humanos puede ser derivado lógicamente, esto es racionalmente, desde estas premisas. El disenso respecto de ese catálogo se coloca más allá de las fronteras. Los habitantes de la calle (o como se dice en Brasil: os moradores da rua) no pueden ocupar casas deshabitadas. Ellos están fuera, en todos los sentidos. Y si una Corte Suprema, que adhiere a la filosofía de la democracia deliberativa y que antes de decidir escucha a la sociedad civil¸ debe decidir en materia de habitaciones, no escuchará ciertamente a los habitantes de la calle, así como, si debe decidir en materia de prostitución, escuchará a los expertos, no ciertamente a las prostitutas.

Y el experto no deberá rendir pública su experiencia con la prostitución, sino su saber racional, el cual es saber sobre la alteridad, y se coloca más allá del confín. Y si los agricultores sin tierra reivindican la tierra, y la reivindican como tierra, esto es como fuente de producción y como objeto de trabajo, los principios de la decisión a los cuales recurrirán los jueces supremos, no utilizarán el presupuesto franciscano según el cual la igualdad de todos es igualdad de la no-propiedad, pero utilizarán principios, menos franciscanos, según los cuales los individuos son iguales en la libertad, la cual se manifiesta tanto en la propiedad, cuanto que en la no-propiedad. Y estos principios son racionales. Y desde que son el contenido semántico de los derechos naturales, estos principios son también conformes a la naturaleza.

Las razones del disenso, si son formuladas, manifiestan su inferioridad exponiéndose al riesgo de ser tratadas como amenaza de la racional convergencia del orden de las acciones: las acciones de los particulares, en efecto encuentran su convergencia en el lugar en el cual el orden de la razón se transforma en orden social. Solo la razón, de hecho, inmuniza contra el ser para la muerte, el Sein zum Tode, del cual hablaba Hegel en sus páginas de Jena.

A lo largo de este camino confluyen la lógica y la historia. La más alta prestación de la razón del consenso consiste en el hecho que, al umbral de la sociedad moderna, las condiciones de posibilidad para pensar la sociedad como espacio de las acciones de los particulares, es derivada de la idea del contrato: una figura jurídica en la cual se expresa el consenso en la forma de la adhesión y el acuerdo. El consenso es racional porque se implica a sí mismo: en su manifestación se hace visible el reconocimiento de la existencia teórica de sus mismas condiciones de posibilidad. La idea del contrato social presupone la universalización del consenso como condición racional de posibilidad del obrar social. El disenso está más allá de los confines, más allá de los muros, como de-raison.

América Latina ha sido siempre un inmenso espacio de la de-raison. Ella ha sido primero inventada y después tratada, por siglos, como un territorio que está situado más allá de los confines, mas allá de las fronteras. Y cuando la libertad de los mares ha llevado a la invención del Occidente como el gran horizonte de la libertad y del comercio, América Latina ha sido tratada como territorio que el Mediterráneo había construido como depósito de recursos más allá de las fronteras: Occidente era América del Norte, la otra América fue excluida del espacio de Occidente. Por siglos ha continuado siendo tratada como el espacio de la rapiña, de la ocupación, de la apropiación, de la esclavitud, de las libertades compradas. Ella permaneció siempre como una alteridad salvaje, y ha sido tratada como aquél territorio exterminado en el cual Occidente experimentaba los límites del derecho y de la fuerza, el acoplamiento de rapiña jurídicamente lícita y visible y rapiña jurídicamente ilícita y ocultada.

Esta América era la otra parte del Occidente. Un espacio de civilización forzada, un espacio en el cual la razón de Estado observaba la otra y todas se espejaban en la recíproca barbarie. Y cuanto más altos eran los niveles evolutivos alcanzados en las sociedades indígenas, tanto más brutal debía ser la violencia civilizadora, porque más fuerte era la resistencia y la amenaza de la de-raison.

El consenso fue impuesto con la razón de las armas que se acompañaba con las armas, nada efímeras, de la religión. En este su territorio más allá de las fronteras, Europa trazaba confines internos con las armas de la política internacional, más que con aquellas del derecho, y con aquellas de la economía. Los confines externos eran el límite del Occidente. Y las venas, sobre las cuales fueron hechos estos sanguinarios experimentos, están todavía abiertas, como decía Galeano.

III

En América Latina se estabilizan formas de la diferenciación social de tipo estratificado; ellas se sedimentan sobre formas de la diferenciación de tipo segmentario con caracteres étnicos y tribales; las cuales, a su vez, opondrán por siglos resistencia, hasta cuando sean destruidas o absorbidas. En ambos casos la memoria de la sociedad traerá marcadas huellas de estas formas de resistencia: aquí la razón colonial europea se integra en la razón colonial de la colonia y esta fusión por incorporación imprimirá caracteres particulares a la evolución social y a las formas de la diferenciación que en el futuro resultará de estas premisas.

Antes que nada la comunicación social será limitada a un esfera muy reducida de la población europea; la expansión de la comunicación requerirá siglos y no será generalizada; enormísimas partes de las numerosas poblaciones restarán hasta hoy en el entorno de la sociedad, serán excluidas hasta del espacio de la exclusión social que la estratificación social incluía en el entorno interno de los sistemas sociales; la política tendrá por siglos caracteres patrimoniales y la organización del Estado podrá afirmarse en su autonomía solo un par de siglos atrás, llevando consigo los signos de su transformación evolutiva, en particular el carácter patrimonial de la estratificación y la limitada función de la opinión pública, accesible sólo a un restringido y cerrado horizonte aristocrático, terrateniente o financiero.

La economía podrá especificarse como sistema social diferenciado sólo cuando la política haya podido liberarse de las resistencias patrimoniales y de los vínculos de la religión: y esto podrá acaecer sólo con el fin de la gran rapiña de los recursos, cuando el sistema del derecho haya podido ocupar espacios que antes estaban excluidos de las tutelas externas. Pero cuando esto avenga, enteras poblaciones y un número incalculable de particulares no tendrán acceso a la calidad de individuos, no tendrán reconocimiento como personas. Mientras el Occidente celebraba a su interior la invención de esta artificialidad de la imputación de los derechos – individuo y persona – en sus confines occidentales dejaba que multitudes de individuos particulares y de colectividades fueran excluidas de la posibilidad de obtener este reconocimiento.

Ellos viven frente a las puertas de la ley: multitudes de cuerpos, los cuales no devendrán jamás en individualidades salvo en el caso en que el derecho los incluyese como objetos; multitudes que el derecho dejaba que fuesencompradas y vendidas, porque, de aquellos cuerpos, para el derecho era relevante sólo la calidad de mercancía; o en cambio dejaba que fuesen usados para la simple reproducción, dado que se reproducirían sólo los cuerpos, no ciertamente las individualidades. Decimos que para el derecho estas multitudes de cuerpos quedarán por siglos como un recurso del entorno que puede ser siempre incluido, pero que queda en el espacio de la indiferencia, que no es jurídico, así como no es político, y que, como recurso, puede tener sólo un valor de uso o de cambio.

La existencia jurídica de las multitudes de cuerpos-objeto tenía espacios que eran determinados por las exigencias de la economía, la cual tenía necesidad de fuerza viva, no de artificialidades jurídicas. Pero cuando estas multitudes eran incluidas en el derecho, cuando, esto es, el derecho las trataba en consideración a la individualidad de los particulares, entonces la inclusión era de tipo estratificado, en el sentido que aquellas singularidades no podían acceder como sujetos de derecho, ellas quedaban en el margen interno del derecho como objetos de origen controlado. Incluso físicamente eran colocadas en el margen de los espacios urbanos porque la paradoja de la inclusión debía ser hecha visible: las multitudes de singularidades de reciente invención como individuos, estaban dentro del universo de la comunicación social porque estaban afuera. Las favelas de una ciudad como Río de Janeiro (o las villas del conurbano bonaerense) son la memoria viviente, espacial, estética, de esta paradoja de la inclusión.

Esto significa que al interior de la sociedad se afirman formas diferentes de estratificación las cuales pueden incluir diferencias de colores, de religiones, de etnias: en otras palabras la misma estratificación se estratifica, y esta estratificación de las diferencias coexiste, a su vez, con grandes diferencias entre centro y periferia, las cuales se estabilizan en razón del nivel de especificación funcional que alcanzan los diferentes sistemas sociales. Allí donde la evolución de la sociedad hará posible la afirmación de la especificación funcional, se producen centros que hacen periféricas aquellas regiones en las cuales la estratificación resiste o en las cuales originarias formas de la diferenciación segmentaria se han sedimentado como fósiles vivientes, como fósiles ocultados y mantenidos en la oscuridad de la latencia. Su reconocimiento, aún en las formas más modernas, como en México y en Bolivia, las incluye, pero incluye su diferencia. Y todo esto, hace la diferencia.

Porque no se puede pasar por alto que la modernidad de la sociedad moderna universaliza la inclusión de todos, universaliza los sistemas sociales singulares, los especifica en sus funciones, no tolera la estratificación y opera en la simultaneidad. En estas condiciones las diferencias de la estratificación se amplifican, el presente de las sociedades que presentan formas múltiples de la estratificación es contemporáneo de otros presentes de los cuales no es contemporáneo, tiene frente a sí horizontes inaccesibles, dispone de espacios de acción inoperables, experimenta la casualidad de su ser allí como inevitable haber sido. Esto es América Latina.

El sistema de la política – limitado a una esfera patrimonial-financiero-burocrática – tiene grandes dificultades en la organización jurídico-estadual de su función: la esfera pública es limitada, así como restringido y exclusivo el acceso al derecho; el orden de la ciudad conoce espacios públicos, pero el orden de los territorios exterminados conoce solo organizaciones privadas de la violencia y de la represión. La esfera pública queda fuertemente subordinada a las esferas privadas, las cuales condicionan la política y ocupan los espacios. También en el sistema político se estabilizan formas de estratificación de la estratificación. Y cuando las funciones estaduales se hayan diferenciado, su autonomía tendrá el carácter de sustituto funcional de la patrimonialidad del poder. Esto significa que la política y el derecho se organizan en torno a códigos que son continuamente objeto de corrupción. La cuestión no es de tipo moral: la corrupción de los códigos de sistemas que evolucionan hacia formas más altas de la diferenciación es una cuestión que interesa la estructura de los sistemas y que está infectada por su memoria. Ella resta como un problema genético que condiciona los caminos de la evolución social.

El sistema de la política está condicionado por la naturaleza de su legitimación, la cual lo expone a una inestabilidad que es producida desde el exterior. Por esto está constreñido a observarse a sí mismo a través de la distinción consenso y fuerza, en el sentido que la falta de consenso es integrada por el uso de la fuerza que se manifiesta como violencia. En estas condiciones, el disenso no ha sido todavía inventado. La alternativa al consenso es la resistencia al consenso que encuentra la violencia y por esto ella misma se puede manifestar sólo como violencia.

Como había acaecido en Europa y en América del Norte, también en América Latina la relación de política y derecho sería constitucionalizada poco más de un siglo atrás; también aquí las constituciones incluyeron el catálogo de los derechos humanos. Pero, mientras en Occidente esta adquisición constituía una premisa de la estabilización de una forma de la diferenciación social en sentido funcional, en América Latina permanecían todavía fuertemente radicadas las resistencias de múltiples estratificaciones, las cuales permeaban la estructura de todos los sistemas sociales.

A la universalización del derecho se oponía la selectividad de la economía, así como al reconocimiento de la libertad de pensamiento se oponía la selectividad del sistema de la educación y al universal reconocimiento de la dignidad de cada uno se oponía la selectividad de la exclusión de las no-personas y de los no-individuos. Así como a la práctica de una democracia se oponía la inexistencia de una opinión pública, la imposibilidad de su constitución y el carácter colonial de las razones públicas. En otras palabras: a la selectividad de la estratificación que delimitaba el espacio de la comunicación social destinado a la formación de una opinión pública correspondía la imposibilidad de la formación de disenso en el sentido moderno.

Sin una opinión pública el sistema político no puede observarse a sí mismo a través de la distinción consenso y disenso: él queda ligado a la distinción originaria de consenso y violencia. La distinción de consenso y disenso es hecha posible en el contexto de una democracia política que pueda observarse a sí misma a través de la observación de la política que se condensa y se expresa en el médium de una opinión pública.

Y como todos estos procesos se realizan en la simultaneidad de múltiples presentes que son entre ellos no contemporáneos, también en América Latina se construye una opinión pública, pero su estructura está condicionada por la memoria de los sistemas sociales particulares: esta memoria no es recuerdo del pasado. No es la presencia del pasado. Memoria es el resultado de la selectividad del olvidar. Es aquello que queda impreso y hace presente en un sistema su identidad no obstante el tiempo. Hoy hay una constitución, hay un derecho positivo, hay una organización estadual, hay una democracia: pero, cuando la policía interviene en una favela de Río de Janeiro (o en una villa de Buenos Aires), su función de orden público se llama guerra, así como los habitantes de la favela o de la villa saben que para ellos la alternativa al consenso no es el disenso, sino la violencia de la guerra.

IV

Pero la sociedad moderna es un solo sistema de la sociedad del mundo. No existen múltiples sociedades. Existen diferencias regionales de la sociedad del mundo. El mundo es el horizonte que está presente en cada comunicación social. Y es esta presencia del mundo que rinde a la sociedad continuamente presente a sí misma en la simultaneidad del acaecer. Los sistemas sociales son universalizados, aún si alguno presenta niveles diferentes de universalización. La simultaneidad del acaecer homologa la percepción de las diferencias en todas las regiones de la tierra. En estas condiciones los sistemas particulares encuentran racional utilizar las diferencias existentes y amplificarlas.

En las regiones en las cuales el acceso a la comunicación social encuentra escasas resistencias de parte de los residuos de la estratificación, los sistemas sociales utilizan de modo indiferente la distinción entre inclusión e inclusión que surge de su normal funcionamiento.

En regiones en las cuales el acceso a la comunicación social es mediado por la estratificación, y en la realidad de América Latina – repetimos – resisten todavía múltiples formas de la estratificación, la distinción entre inclusión y exclusión es violenta y brutalmente reforzada: ella es usada de modo diferente, ella se aplica a sí misma.

Es por esto que las diferencias existentes son reforzadas. Los particulares, que son incluidos, pero pertenecen a grandes multitudes de excluidos, no podrán ser tratados como titulares de derechos individuales porque la construcción de la individualidad, de los particulares está condicionada por factores externos al derecho. Y aunque los particulares están incluidos en el derecho, la estratificación opondrá resistencia para que ellos sean tratados, y puedan considerar a sí mismos, como portadores de intereses que emergen de la autodeterminación de cada uno. En estas condiciones los particulares de las multitudes, que son colocadas en los confines, no son personas, esto es indiferente: ellos son diferentes que acceden a la comunicación social a través de la mediación de su diferencia; la comunicación social reactiva continuamente la violencia estructural de la exclusión que los reenvía a la condición de no-personas: ella reactiva tanto la forma de la exclusión que caracteriza a la estratificación, así como la forma de la exclusión que emerge de la inclusión universal.

El presente se multiplica de pasados, los cuales son producidos en el presente y cuanto más el presente universaliza la inclusión, tanto más especifica la exclusión. En la construcción de los estadios para las próximas Olimpíadas en Río de Janeiro se utiliza trabajo esclavo. Para evitar que bandas de muchachos que descienden de las favelas realicen asaltos sobre las playas de la zona sur de la ciudad, la policía interviene sobre los autobuses en los confines de esta zona, detiene a los muchachos de color que andan en grupo y los lleva a las delegaciones para identificarlos y, si es el caso, para detenerlos. La policía se hace acompañar de asistentes sociales porque aquellos muchachos, si son de color y viven en la favela tendrán ciertamente también problemas de adaptación. Ser menores, de color, habitantes de una favela, andar en autobús en sábado, constituye un peligro concreto.

En otros términos, los particulares, los singulares, antes de ser individuos, son siempre cualquier otra cosa, sea que ellos estén en la inclusión, sea que ellos estén en la exclusión.

La complejidad estructural de la sociedad en América Latina está ligada a la contemporánea presencia de no-contemporaneidades, las cuales, aun si son superadas por la universal inclusión de todos, están presentes como latencias estructurales: una latencia es siempre una presencia olvidada, una presencia sobre la cual no se posa la observación, o tal vez una presencia que es observada como presencia, pero que es tratada como negada y superada de la inclusión. En realidad la inclusión niega la latencia porque es indiferente respecto a ella, pero es justo esta indiferencia la que hace la diferencia: propiamente porque la niega, la refuerza como latencia y realiza así las condiciones de su posible explosión.

La dura presencia de latencias estructurales y su radicación como fósiles en la memoria de la sociedad, confiere también al catálogo de los derechos humanos particulares característicos : ellos son evocados continuamente como garantías, como protecciones, como lugares en los cuales se hace convergir pretensiones y expectativas de su realización. En realidad aquellos catálogos, que por siglos han podido coexistir con la más negra esclavitud y con los más sanguinarios genocidios, con la más grande explotación y con el hambre más negra, tienen una función diferente de aquella que es declarada y de aquellas que los modernos teóricos deducen del presupuesto de su fundamento y de su humanidad: ellos tienen la función de estabilizar las premisas evolutivas de la forma moderna de la diferenciación social. En las condiciones de la forma de la diferenciación que se ha afirmado en muchas regiones de la América Latina, aquellos catálogos pueden coexistir con las consecuencias perversas del normal funcionamiento de los diferentes sistemas sociales. Ellos refuerzan las latencias y enmascaran la exclusión.

Es decir que recientemente, en algunos países de América Latina, se ha difundido una moda que anda bajo el nombre de activismo judicial y que consiste en el hecho que se atribuye al derecho, en particular al derecho practicado por los tribunales superiores, la función política de superar a la inercia de la política y entonces, como se dice, realizar las condiciones que impiden la violación de los derechos humanos.

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Pensamos que, en este modo, se actúa contra la diferenciación del derecho y política y que la democracia requiere la activación de condiciones estructurales, las cuales son también condiciones jurídicas, pero, antes que nada, políticas.

El requisito para que un sistema de la política pueda operar en forma democrática es el dato del hecho de que las latencias estructurales sean transformadas en contingencias. Y esta transformación, a su vez, requiere que las múltiples estratificaciones se transformen en diferencias que puedan también ser diferentes de cómo son. Contingencia, en efecto, es posibilidad de otredad, es apertura al futuro. Latencia, en cambio, es condición de aquello que es reprimido y ocultado. En otros términos, se requiere que sean fracturadas las resistencias de las estructuras jerárquicas de la estratificación y que las diferencias obtengan el reconocimiento de su diferencia como condición del acceso universal a la comunicación social. Se requiere, esto es, que las diferencias devengan premisas evolutivas, presupuestos del alcance de niveles más altos de la diferenciación social.

Esto significa, en otras palabras, que solo la orientación al futuro del potencial explosivo de las latencias, la representación de su dramaturgia como relato abierto al futuro, la canalización de su disonancia a lo largo de alternativas que buscan el futuro, sólo el uso evolutivo de las diferencias puede abrir un futuro para América Latina y tal vez para la sociedad del mundo.

Cuando estas premisas evolutivas se hayan verificado, entonces se podrá realizar plenamente el ulterior requisito que es constitutivo de una política democrática: el requisito de una opinión pública que actúe como memoria presente de la sociedad, como estructura auto-organizada, capaz de transformar la distinción originaria con la cual la política observa al mundo, que – como hemos visto – es la distinción de consenso y violencia, en la distinción de consenso y disenso.

Es cierto que en América Latina hay una opinión pública: pero hasta cuando la política continúe observando el mundo con su originaria distinción de consenso y violencia, y hasta cuando en la latencia, la observación de la política será efectuada a través de la misma distinción de consenso y violencia, la estructura de la opinión pública será condicionada al ocultamiento de la latencia y de su potencial explosivo y no de la posibilidad de la contingencia, esto es: del disenso.

Cómo esto pueda suceder, cómo se pueda realizar esta transformación que es política, jurídica y económica, es difícil decirlo. De seguro no podrá acaecer mientras el acceso a la comunicación social sea condicionado por factores externos a los sistemas sociales particulares; hasta cuando multitudes de excluidos sean acampados en los confines de la sociedad y el derecho continúe sublimando su construcción de la realidad en la metafísica de los principios y de los fundamentos; hasta cuando las decisiones políticas sean condicionadas desde centrales de las finanzas universales y los sistemas políticos individuales no puedan observarse a sí mismos a través de las observaciones de una comunicación social a la cual todos puedan acceder y que sea capaz de volverlos continuamente inestables; hasta cuando el sistema de la educación sea estructuralmente condicionado por un ambiente hostil en el cual crece la deserción y el abandono y hasta cuando el ojo de la ley sea sensible a los colores de la piel o a los colores del ambiente. En otros términos hasta cuando el disenso no haya adquirido el potencial evolutivo de la contingencia. Esto es de lo que pueda ser diverso de como es.

Hasta ahora el disenso en América Latina o replica los temas del disenso que recupera en la presencia del mundo en la comunicación social, los temas a través de los cuales la sociedad del mundo reconstruye continuamente la semántica de su autodescripción; o en cambio construye temas propios a través de los cuales se radicalizan aspectos de la latencia. En el primer caso se disloca el problema; en el segundo caso se desacredita el disenso. Entre ambos casos reemerge la razón colonial. Y el disenso es un disenso colonial.

Pero, ¿es posible un disenso de-colonial?

V

La sociología del derecho puede contribuir a este trabajo. La investigación sociológica observa el derecho desde el exterior del sistema del derecho. Ella utiliza las distinciones de una teoría universal de la sociedad. En este modo ella observa como el derecho construye aquello que él mismo usa como realidad, pero observa también cómo el derecho se observa a sí mismo para volver posible su operar. Mientras la teoría del derecho, que es una técnica de autorreflexión del derecho, se ocupa de la forma de los principios, de su reducción a reglas y de la calificación de la realidad a través de reglas, la sociología del derecho des-oculta la vacuidad semántica de los principios y de su perversa reducción al formato de reglas. Ella, en efecto, se ocupa de la descripción de las diferencias que se producen a través de la aplicación de los principios. Ella no ve unidad, ve distinciones, ve las distinciones que el derecho usa y ve las diferencias que se producen a través del uso de las distinciones. La sociología del derecho se ocupa de diferencias. En otros lugares se ocupan de principios.

En este modo, la observación sociológica des-oculta la paradoja que es constitutiva de los principios: ella muestra como su vacuidad semántica adquiere contenidos a través de su aplicación; ella observa el derecho como una técnica de la construcción de diferencias. A través de la observación de las diferencias, la sociología del derecho observa la selectividad de la inclusión que es practicada por el derecho y, entonces, permite ver como el derecho de los principios, en realidad, se esfuerza para estabilizar las latencias estructurales y para mantenerlas en el universo de aquello que no puede emerger.

El derecho es indiferente respecto de las latencias en las cuales son fijados los sedimentos de la multiplicidad de las estratificaciones que caracterizan la estructura de la sociedad en América Latina: en este modo, él mantiene oculto aquellas latencias y las amplifica en sus consecuencias.

Esta sociología del derecho realiza la función iluminística: ella muestra que el derecho no se aplica a una presunta realidad, sino que la construye; de la observación de la realidad que el derecho construye, ella obtiene informaciones sobre la función de la selectividad del derecho. Del mismo modo, esta sociología es sociología de la argumentación jurídica: ella observa cómo la argumentación es en realidad argumento de sí misma, cómo ella se construye a partir de sí y la describe en sus consecuencias: ella muestra cómo las distinciones con las cuales las argumentación construye los argumentos que usa no son indiferentes respecto a las consecuencias que se producen como realidad.

Esta sociología del derecho es sociología de la constitución porque observa cómo la argumentación a partir de la constitución, construye vínculos con el futuro a través de la atribución de contenidos semánticos a la vacuidad de principios y como en este modo refuerza la latencia, o la deviene visible, la deja emerger y contribuye a la afirmación de una razón del desencanto, a una razón no colonial.

Esta sociología del derecho con su interés cognoscitivo des-oculta, levanta el manto que cubre la latencia, la cual no puede ya más continuar estando latente: en este modo ella realiza una función iluminista en el confronte con la razón del iluminismo que es razón colonial: ella deja ver otras razones como razones alternativas, todas las cuales tienen dignidad evolutiva. Solo así se puede finalmente tratar como artificial aquello que venía siendo tratado como natural. Solo así se predispone a la contingencia, esto es: al disenso de-colonial.

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Clase Magistral dictada el día 28 de octubre de 2015 en el marco del VI Congreso Latinoamericano de Sociología Jurídica en Santiago del Estero – Argentina. Agradecemos profundamente al Prof. De Giorgi su autorización para publicar este texto.

Un comentario

Salvador Díaz Cárdenas 06/11/2016 Contestar

Muy interesante texto y disertación. Efectivamente, muchos problemas de nuestra Latinoamérica tienen sus raíces en la colonización, como procesos culturales de largo alcance. La estratificación y desigualdad social existentes, la latencia y el consenso impuestos, durante medio milenio, tiene muchas expresiones en nuestras sociedades. Me refiero sólo a una. La aceptación de ser indígena, tiene dos formas contrastantes en México: i) con vergüenza y diferente grado de sumisión, como un estigma de atraso y pobreza o, ii) con orgullo se acepta pertenecer a alguna cultura preshispánica, de hablar alguna lengua originaria, conscientes de ser iguales y con capacidad de exigir sus derechos. Infortunadamente predomina la primera postura y se mantiene la latencia del mundo indígena; pero también del mundo campesino y de los pobres de las ciudades.

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